Juan Belmonte, matador de toros (fragmento)Manuel Chaves Nogales
Juan Belmonte, matador de toros (fragmento)

"Ha desaparecido aquel puestecillo de agua y refrescos adosado al paredón de San Jacinto, que fue sede de nuestra pandilla de anarquistas de la torería. Sentí mucho que lo quitaran para poner en su lugar unos jardincillos municipales, porque allí, ganduleando, pasé el tiempo más inquieto y turbio de mi adolescencia. El puestecillo era una de esas construcciones típicas de la arquitectura de aguaduchos que estuvo muy en boga hace cuarenta años; tenía un tejadillo voleado de quiosco japonés, unos globos de cristal de colores, pendientes del techo, y unos complicados adornos de marquetería modernista. El dueño era un tipo raro, bombero de afición, entusiasta de los toros y, en definitiva, un poco loco, como todos nosotros. Sólo así se explica que soportase pacientemente aquella clientela indeseable de torerillos que no hacían más gasto que el de un té de a perra chica en todo el día. A cambio de esto nos estábamos allí ganduleando desde la mañana hasta la madrugada, ahuyentábamos a todo posible cliente, desesperábamos a los vecinos y molestábamos a los transeúntes, hasta el punto de que había gente que por huir de nosotros hacía un cerco al puestecillo y se iba por otra parte. Al dueño mismo le hacíamos víctima de nuestro «malange» y, sobre todo, cuando algunas noches volvía del teatro donde estaba de servicio, con su rutilante uniforme de bombero, el pitorreo era imponente. Terminó aquel hombre pagándonos la entrada a las corridas con la condición de que habíamos de tirarnos al redondel. Todos los sábados sorteaba entre los torerillos una entrada de sol para la corrida del domingo, y ya sabía al que le tocaba el compromiso de echarse al ruedo que contraía. Yo creo que aquel hombre estaba ya harto de nosotros y tan desesperado que, cuando pagaba la entrada a un torerillo, se hacía la ilusión asesina de que el toro le librase de él. Pero los toros cogen menos de lo que la buena gente cree y, por otra parte, en aquellos tiempos el echarse al ruedo como «capitalista» no costaba más que una noche de arresto en la Prevención Municipal. ¿Quién no tenía un amigo que le pidiese a La Borbolla, el popular cacique de Sevilla, una tarjeta de recomendación para que fuese puesto en libertad un torerillo?
Llegó una corrida en la que me tocó a mí tirarme al ruedo. Se lidiaban unos toros grandes y difíciles de Coruche, y nuestro patrón, al darme la entrada, debió tener sólidas esperanzas de verse libre de mí para siempre. Le salieron fallidas, porque aunque yo fui dispuesto a cumplir mi compromiso, las circunstancias me lo impidieron. Los toros que se lidiaron en aquella corrida fueron tan certeros que mandaron a la enfermería a los tres matadores, uno tras otro. Yo aguardaba al último toro de la tarde agazapado en la contrabarrera; pero el último toro no salió del chiquero porque ya no había torero sano que pudiese tocarlo, y hubo que suspender la corrida. Quedé bastante mal.
Aquel procedimiento de eliminación de los torerillos no dio resultado a nuestro patrón, que tuvo que seguir soportándonos. Realmente éramos una tropilla indeseable. No había ya quien se atreviese a pasar por delante del aguaducho. Uno de los de la pandilla tenía la gracia de dar unos bocinazos estentóreos que desconcertaban a los transeúntes. Como, además, éramos seis o siete zánganos con aire de jaques y dispuestos a pegarnos con el primero que nos hiciese cara, campábamos por nuestro respeto, y se daba el caso de que, flamenquillos que presumían de guapos y novilleritos con cierta fama de valientes, aguantaban resignadamente nuestras agresiones y pasaban de largo con el rabo entre las piernas «por no buscarse una ruina». Hasta que un día dimos con una pobre mujer, desastrada y terriblemente sucia, a la que se nos ocurrió gritarle cuando pasaba: «¡Jabón!». ¿Para qué lo hicimos? La arpía aquella se fue hacia el aguaducho, con los brazos en jarras, y allí se acabaron los flamencos. Se encaró con nosotros, y empezó a calificar la conducta de nuestras madres, siguió por la de nuestras abuelas y no terminó sin dejar bien sentado que hasta la quinta generación no había habido hembras en nuestra parentela que no mereciesen el desprecio y la saliva de su boca desdentada y maldiciente. Se quedó hecha el ama del aguaducho.
Para una vieja que saliera respondona, había, sin embargo, muchas tímidas muchachillas e infelices mujeres que aguantaban sin rechistar las impertinencias de aquella pandilla de gandules. Había uno que tenía la especialidad de decir a las mocitas unos requiebros inverosímiles, entreverados de frases molestas. "



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