El año del diluvio (fragmento)Eduardo Mendoza
El año del diluvio (fragmento)

"Al día siguiente de la visita a casa Aixelà el doctor Suñé encontró a la enferma en un estado de extrema postración. Me parece que ayer quemamos el último cartucho, hermana, le dijo, me arrepiento de haberme dejado convencer. La monja le sonrió. No sabe cuánto le agradezco lo que hizo por mí, doctor. Confesó, comulgó y recibió los santos óleos; luego entró en coma. Avisada la familia de la enferma por la dirección del centro, dos individuos de avanzada edad, que dijeron ser hermanos de sor Consuelo, llegaron aquella misma tarde, en el momento en que ella exhalaba el último suspiro. Al doctor Suñé, que acudió a darles el pésame, le dijeron que habían dejado de ver a su hermana mucho tiempo atrás, cuando ella, siendo aún una niña, había abandonado la casa paterna para ingresar en el noviciado; al entrar en religión había cortado todo vínculo con la familia, dijeron; desde entonces sólo se habían producido entre ellos cuatro o cinco reencuentros espaciados, fugaces y siempre por motivos luctuosos. Por esta razón, confesaron, la desaparición de su hermana no les había entristecido demasiado. Pese a todo, en el transcurso del funeral el menor de los hermanos no pudo reprimir los sollozos en varias ocasiones y en el cementerio ambos estaban visiblemente conmovidos. Antes de partir preguntaron si la enfermedad o el entierro de su hermana habían ocasionado algún gasto, en cuyo caso, dijeron, ellos lo sufragarían. Les respondieron que no, que la orden religiosa corría con todos los gastos y esta respuesta acabó de sumirlos en un estado de gran desconsuelo. Pobre Constanza, dijeron, era nuestra hermana pequeña, pero nunca pudimos hacer nada por ella, ni siquiera ahora.
Aquella tarde, cuando el doctor Suñé se disponía a regresar a su casa después del sepelio, una enfermera le entregó una carta que, según dijo, había sido encontrada en la habitación de sor Consuelo por el equipo de limpieza y desinfección. Aunque se trataba de un objeto personal de la difunta, añadió la enfermera, la carta iba dirigida al doctor Suñé, por lo que había estimado oportuno entregársela a éste sin decir nada a la dirección del centro ni a los hermanos de aquélla. El doctor Suñé aprobó esta decisión y se llevó la carta a su casa, donde procedió a leerla sin demora. Estaba escrita con letra temblorosa, no siempre legible, y decía así: Ayer tarde, en el huerto de casa Aixelà, usted mostró una natural curiosidad por saber qué me había compelido tan poderosamente a visitar esa finca in articulo mortis, por así decir, y yo no fui capaz de corresponder con la sinceridad a la generosidad y gentileza que usted había mostrado al atender mi ruego. Lo cierto es que me negué a contarle lo que allí había ocurrido en cierta ocasión movida por un pudor tanto más absurdo ahora cuanto que en dicha ocasión, cuando precisamente debí haberlo tenido, no lo tuve. Lo que ocurrió, continuaba diciendo la carta, es muy simple: Allí, hace ya muchos años, perdí primero la cabeza y luego el honor entre los brazos de un hombre por cuyo amor habría abandonado la vida religiosa de no haber interpuesto Dios en mi camino Su inapelable Voluntad. La carta, escrita con más prisa que cuidado, sin duda bajo el apremio de unas facultades menguantes, seguía diciendo: Esto sucedió el año del diluvio: después de una larga sequía los cielos se abrieron y grandes lluvias asolaron la región; en Bassora se hundieron fábricas y casas, muchas familias se quedaron sin hogar y algunas personas perdieron la vida en la catástrofe, pero a mí todo aquello me daba igual, porque la brisa que entraba por la ventana del gabinete traía del jardín el aroma puro y alegre de las flores. Tal vez, añadía, habríamos podido ser felices si no se hubieran conjurado para separarnos todos los elementos naturales y una serie de acontecimientos fortuitos y terribles por añadidura. Yo no acudí aquella noche a la cita como había prometido porque sucesos sangrientos que aún tiemblo al recordar me impidieron cumplir mi promesa y mi deseo. Cuando finalmente llegué a la casa ya era tarde, él se había ido. El resto de mi vida ha sido una larga y callada falsedad: después de muchos años sigo refugiada en el cálido recuerdo del único momento de intimidad que me ha sido concedido en este mundo. Sin él no sé cómo habría podido soportar tanta soledad. Ahora ha llegado al fin el momento de rendir cuentas al Altísimo y lo afronto con miedo; confío en Su Misericordia Infinita, pero tiemblo al pensar en el rigor de Su Justicia, a la que he pretendido en vano burlar todos estos años, confesando mil veces el pecado, pero nunca la culpa, porque aún sigo allí, bañada por la delicada luz de aquella tarde de verano, sobrecogida y aletargada, indiferente a todo, aunque bien sé que es esta arrogante y empecinada insumisión lo que ha de condenarme. Los últimos párrafos de la carta, redactados con las fuerzas ya muy disminuidas, resultaban apenas comprensibles. Algunas frases o fragmentos de frase parecían escritos con más firmeza, pero su sentido seguía siendo oscuro. El sufrimiento, la dicha y pasión son sólo un sueño, decía en mitad de un párrafo, sin que viniera a cuento. Y otro, escrito en caracteres apenas descifrables, parecía decir: Siempre me ha dado miedo la eternidad; me la imagino como algo inmenso, poco propicio a los reencuentros; y si en efecto es así y nunca jamás hemos de volver a vernos, quiero que sepas, amor mío, que siempre te he querido y siempre te querré. A este incoherente y extemporáneo testimonio seguían todavía unos renglones cubiertos de simples garabatos, como si la mano que los había trazado hubiese continuado ejecutando el gesto mecánico de la escritura después de que el espíritu que la gobernaba hubiese franqueado ya las lindes de este mundo. "



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