Netchaiev ha vuelto (fragmento)Jorge Semprún
Netchaiev ha vuelto (fragmento)

"A pocos metros de allí, en el extremo de un poste publicitario, una actriz encantadora se dejaba joder de pie contra una pared donde se desplegaba una bandera tricolor. En docenas de carteles cinematográficos diseminados por París, la mujer, vestida con recato, solo enseñaba de su cuerpo una pierna, estirada y muy bella, que se levantaba en el aire para facilitar la penetración sugerida.
Alguien, en un restorán de los Campos Elíseos, había explicado que esta acrobática postura era el último «grito» del erotismo de buen tono del cine francés. Él, en principio, no tenía la más mínima intención de escuchar los comentarios de aquel desconocido de la mesa de al lado que contaba esas cosas, con detalles y observaciones picantes, para excitar a la mujer que almorzaba con él.
Después, se divirtió observando la confusión creciente que denotaban la mirada y el ademán de Nana, como la llamaba el pico de oro. Él, entonces, quiso colaborar y añadió su granito de sal picante, hasta que el vecino, juzgando que había llegado el momento y que la chica estaba en su punto, cortó el final del almuerzo y declaró con una risa vulgar que se iban a tomar el postre a otro lugar.
Durante aquellos días la bella actriz continuó flotando por encima de París, prendida como una mariposa sobre la bandera tricolor, clavada por el sexo sobre ese patriótico horizonte, el rostro puro inclinado hacia atrás, a la espera del goce.
Él rio con tristeza, con una rabia desesperada, al ver durante esos días por doquier esa imagen simbólica en toda la capital. Rio con un nudo en la garganta al contemplar esos carteles que multiplicaban la imagen de Francia. Muy pronto dejó de pensar en la encantadora actriz. Pensó que su país le acogía enseñando indecentemente su declive, su futuro sometimiento. Sí, efectivamente era el eslabón más débil de la cadena imperialista; tenían razón al pensar así los estrategas del terror, los teóricos discurseantes y hediondos que navegaban entre el leninismo y el integrismo islámico, seguros de sí mismos, de su arrogante saber, con el apoyo logístico de los servicios especiales del Este, ocultos siempre en la sombra. A él le pagaban por saberlo. Tenían razón al pensar que había que volver a dar el golpe en Francia, que sería Francia la primera en caer, la dulce Francia dividida, debilitada por la alegría de vivir y su loco sueño de creerse todavía una gran potencia. Era a Francia a la que querían doblegar, hacer llorar: soñaban con que se abriese de piernas como una chica sumisa.
Había abierto de nuevo los ojos en la esquina de la plaza del Alma.
En lo alto, sobre el poste publicitario, la bella actriz ofrecía a los paseantes su rostro en éxtasis, su pierna levantada, la fantasía indecente de su placer.
Pensó que ni siquiera conocía el nombre de la joven camarera del bar de la plaza Víctor Hugo. Qué más da: una mujer, ternura, una mirada agradecida, palabras insignificantes, la vida.
Se rio a solas, como un loco.
Fue andando hasta la plaza del Rond Point. En los lavabos del drugstore se afeitó el bigote que llevaba últimamente. Después fue a la búsqueda de un «fotomatón» en las galerías comerciales de los Campos Elíseos. A continuación, provisto ya con sus nuevas fotos-carnet, tomó un taxi y se hizo llevar a Belleville. Tras pagar el taxi se metió en un bar a tomar un café, salió, permaneció deambulando sin rumbo, atravesó una tienda Uniprix que daba a dos calles, compró un diario y se quedó leyéndolo a la intemperie, al frío aire que obligaba a caminar deprisa a los viandantes, de modo que cualquiera que hubiera vagado ocioso por las cercanías hubiera resultado sospechoso.
Al cabo de una hora de callejeo, de maniobras de todo tipo, cuando quedó convencido de que, con excepción de dos o tres mujeres de edades diversas que se volvieron al cruzarse con él, nadie parecía mostrar el más mínimo interés hacia su persona, llamó a la puerta del Artista. Este le reconoció y le dejó pasar al estudio.
Estaba pintando. Había una mujer, desnuda, indiferente, posando. El Artista la había hecho sentar atravesada sobre un sillón, con las piernas levantadas por encima de uno de los brazos del mismo.
Él se adelantó, se acercó al caballete y echó una ojeada al lienzo, ya casi terminado. Era de un realismo meticuloso no exento de maestría. Pero ya se sabe: los falsificadores son siempre realistas. En cualquier caso el Artista contaba ya con una clientela fiel, y le pagaban bien: tenía una sólida tapadera. "



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