Paranoia (fragmento)Franck Thilliez
Paranoia (fragmento)

"Los dos hombres leyeron los documentos bajo las lucecitas del habitáculo. Ilan trató de ver algo, en vano. Los policías devolvieron los formularios. Chloé, en su rincón, no reaccionaba. No apartaba la vista de una gran verja negra invadida por una vegetación agónica, que había aparecido a la luz de los faros.
Ilan se encogió cuando vio el rótulo oscilante con las letras medio borradas; se balanceaba furiosamente colgado de una cadena.
Rezaba: Complejo Psiquiátrico de Swanessong.
Con el cuello del impermeable alzado, el conductor salió, empujó los batientes que el viento había cerrado y regresó corriendo. El coche se adentró en la finca, que parecía gigantesca, y pasó junto a unos edificios cuya altura se perdía en la noche.
Ilan estaba bloqueado, y Chloé no parecía estar mejor. Un hospital psiquiátrico abandonado. Los elementos de su pesadilla se materializaban ante sus ojos, mezclados y desordenados. Era demencial e improbable.
Y, sin embargo, real.
Incluso sin las terribles coincidencias de la pesadilla, los organizadores no habrían podido elegir un lugar más lúgubre y malsano. Hormigón, rejas, locura, perdidos en medio de la nada. Y las condiciones meteorológicas extremas amplificaban la sensación de aislamiento que los aplastaba.
Entre los policías, el prisionero no se movía, pero respiraba ruidosamente por la nariz. Ilan trataba de imaginarle un rostro. ¿Qué mirada tenía uno después de haber matado a ocho personas? ¿Podía leerse en sus ojos el horror de aquellos crímenes? ¿Adoptaba la locura un rostro particular?
El vehículo se detuvo finalmente al lado de otros cuatro coches, frente a un inmenso edificio de varias plantas del que se adivinaban las aristas y los tejados puntiagudos. Hadès suspiró aliviado.
—Por fin hemos llegado.
Dio instrucciones al conductor, que tenía que descargar los expedientes de los concursantes y el material guardado en el maletero. Ilan comprendió que no quería abrir la guantera debido al arma. El organizador saludó a los policías con un movimiento de la cabeza.
—Que tengan buen viaje.
—Sí, ya es hora de que esto acabe —gruñó el policía sentado a la izquierda.
Hadès bajó del coche y abrió la puerta deslizante. Ilan salió, seguido de Chloé. Tenía los músculos doloridos y entumecidos. El frío les dio la bienvenida de inmediato y los copos de nieve les fustigaron la cara. Ilan se quitó la capucha y miró fijamente al prisionero inmóvil, cuya sombra acabó por desaparecer cuando el vehículo se alejó al ralentí.
Luchó contra el viento para reunirse con Hadès y Chloé en la entrada del mastodóntico edificio.
—¿Han dicho adónde iban? —preguntó tras soplarse las manos.
—Sí. A una Unidad para Enfermos Difíciles, un lugar donde encierran a las personas extremadamente peligrosas. Está a unos treinta kilómetros de aquí, justo en la frontera franco-suiza, y es una extensión de este centro. Aquí, los locos. Allí, los locos asesinos peligrosos. También cerrará pronto por falta de recursos, no por falta de locos.
Accedieron a una cámara y se hallaron ante otra puerta de madera, de la altura de dos hombres. Ilan advirtió numerosas huellas de pasos, frescas y húmedas, en el suelo, y aquello lo tranquilizó un poco: no estaban solos.
—El problema es que tienen que pasar por el puerto y, como lo conozco, no creo que con este tiempo sea posible, ni siquiera con cadenas.
—En ese caso, regresarán aquí, ¿no es así?
—¿Tenemos otra opción?
Ilan y Chloé intercambiaron una mirada de complicidad sin que Hadès lo advirtiera: era probable que estuviera previsto, que todo fuera un montaje. Los policías regresarían con el prisionero. Y sólo Dios sabía lo que podría pasar.
Hadès continuó hablando:
—Nos encontramos en el que fue uno de los centros psiquiátricos más antiguos de Francia. Situado en el corazón de los Alpes, el conjunto del complejo ocupa varias decenas de hectáreas y albergaba a todo tipo de enfermos mentales, de los más leves a los más graves. Para su información, el lugar civilizado más próximo, aparte de la UMD, se halla a treinta kilómetros.
—Swanessong —dijo Chloé—. Famoso por haber sido uno de los primeros centros donde se aplicó la leucotomía frontal transorbitaria, en los años cuarenta.
—¿Puedes ser más clara? —dijo Ilan.
—El método del picahielos en el lóbulo orbitario pasando por el rabillo del ojo para convertirte en un vegetal.
—Es muy tranquilizador.
Hadès retomó la palabra:
—Nos moveremos por el pabellón más grande, en el que los pacientes entraban pero no salían jamás. Hay una isla más abajo, en el lago, que perteneció al primer director del establecimiento. Cuenta la leyenda que desde la casa del director, con el viento a favor, se oían unos gritos espantosos y era imposible discernir si se trataba de seres humanos o de animales.
—Qué divertido.
Ilan sabía que Chloé trataba de quedar bien y no dejarse impresionar. Psicológicamente, la chica ya llevaba mucho tiempo en la competición. Hadès empujó la otra pesada puerta, que se abrió con dificultad. La madera húmeda se había hinchado y rozaba el suelo.
—Ilan Tresserres, Chloé Sanders, bienvenidos a su futuro terreno de juego. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com