Lázaro (fragmento)Jacinto Octavio Picón
Lázaro (fragmento)

"Tal fue la sorpresa del duque a consecuencia de lo ocurrido, que sólo después de algunas horas, y tras larga conversación con su mujer, llegó a convencerse de dos cosas: era senador vitalicio por nombramiento real, y, sin saberlo, había ofendido gravemente al hombre que le encumbraba.
Ambos esposos se preocuparon seriamente. El marido experimentaba impresiones contrarias; sentía el regocijo íntimo del orgullo satisfecho, y al mismo tiempo, no acabando de comprender cómo Aldea le había podido elevar hasta ser pater patrie, sentía vagamente el disgusto de tener que agradecer a tal hombre, a un cualquiera, tamaña honra. En cuanto a lo del agravio inferido, no podía Algalia explicarse satisfactoriamente por qué se había ofendido Félix por una frase dicha con cierto carácter de generalidad.
La mujer se mostraba pesarosa en extremo; parecía dolerse también de tener que manifestarse agradecida a quien consideraba inferior a su casa; calculaba la ofensa hecha a Félix, y, sobre todo, no perdía ocasión de repetir a su marido que Aldea estaba enamorado de Josefina. A pesar de todo, el disgusto tomó en Margarita un aspecto distinto del que pudieran prestarle tales consideraciones. Ni el orgullo, que creía rebajado por la persona que hacía el favor, ni la contrariedad de ver ofendida a esa misma persona, eran motivos bastantes a justificar su mal humor. Se limitó, con respecto a su marido, a llamarle torpe y hablador, indicando ligeramente la idea de un desagravio, tanto menos doloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa; pero luego, a solas, con el ceño adusto y la mirada triste, abría a su mortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba con desprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba, cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogía como con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda de seda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre las varillas, o desgarraba el país con las sonrosadas uñas. Había momentos en que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerzas al miedo de ser sorprendida, y ahogaba la inoportuna lágrima, trocando en dulce sonrisa el salado llanto. Sumida en profundo y silencioso abatimiento, la mirada inquieta reflejaba el fondo intranquilo de su espíritu; pero no brotaba una queja de sus labios, ni hubiera sido posible averiguar, aun espiándola de cerca, la causa verdadera de su pesar. ¿Era quizá el disgusto de ver alejado de la casa al hombre que estaba enamorado de su hija? No, seguramente, pues harto podía comprender Margarita de Algalia que nunca faltarían a Josefina ocasiones de ventajosa y feliz boda. Ni su corazón de madre, ni su orgullo de dama podían tolerar suposición semejante.
Sólo por las conversaciones de sus padres, y al cabo de varios días, supo Josefina el alejamiento de Aldea. La impresión que recibió fue penosa: dando al olvido las inquietudes inspiradas por la conducta que Félix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí al primer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad. Cuando llegó a enterarse de la ofensa que mediaba, conociendo el carácter de su padre, sintió esperanza de que pudieran las cosas arreglarse; y, apenas concebida la sospecha, resolvió hablar a su madre.
Había en el palacio de los duques una ancha y lujosa galería, a la cual se abría la puerta de un salón tapizado de rojo, que era el menos frecuentado de la casa, y donde el duque guardaba en enormes armarios los libros que no cabían en las bibliotecas de su despacho o consideraba indignos de vistosa encuadernación y lugar visible, lo cual originaba que en cambio se viesen en descarado sitio novelas de mala muerte con cantos dorados y corona ducal en el lomo.
A este salón venía muchas veces Lázaro en busca de algo para leer, o por entretenerse ordenando lo que allí estaba confundido. Abría un balcón que daba al jardín, y, respirando el grato aroma de los tilos cercanos, dejaba pasar el tiempo o se abismaba en sus eternas dudas.
Era cerca del anochecer cuando Josefina, decidida a pedir a su madre que la ayudase a facilitar la reconciliación con Aldea, cruzaba la galería, en cuyos vidrios venían a dar los últimos resplandores del día. Al ver entornada la puerta, miró hacia dentro. El salón estaba casi oscuro; todo era sombra. Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltando por momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y su figura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo. El vientecillo de la tarde mecía ligeramente las ramas del jardín, y al chocar las hojas unas contra otras, producían un murmullo cadencioso y apacible, interrumpido sólo por las agudas notas de alguna golondrina que tenía su nido entre las vigas del tejado.
Al sentir ruido, Lázaro alzó la vista, y viendo a Josefina, adelantó algunos pasos, mientras ella permanecía callada y quieta, recostada en el quicio de la puerta.
Lo que allí pasó fue triste, silencioso, casi horrible. El confidente se trocó en capellán, el amigo dejó su puesto al ministro del cielo. Ella miró a Lázaro como quien, sin confesar su pena, implora alivio a su dolor, y él, juntas y caídas las manos que sujetaban el libro, se abismó en la contemplación de aquella mujer que mendigaba un apoyo o un consejo del único ser que no podía dárselo, y a quien era crueldad exigírselo. Los ojos de la niña suplicaban sin comprender el riesgo a que podía exponerle la súplica, y los de Lázaro querían entender el ruego; pero el cura veía alzarse ante sí su propia imagen, como se interpone lo imposible entre el hombre y la felicidad. El sacerdote podía aconsejar; el hombre no sabía formular la frase, y en tanto la mujer aguardaba en vano, mirándole cada instante con más cariño, hermosa, inmóvil, sin explicarse en su mejor amigo la obstinación de aquel silencio. "



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