Diario de un hombre humillado (fragmento)Félix de Azúa
Diario de un hombre humillado (fragmento)

"Confieso haberme entregado a la banalidad huyendo de la poesía. Antes de trabajar denodadamente por la conquista de la banalidad, yo escribía poemas. Lo cierto es que todos escribíamos poemas; escribía poemas hasta e! lucero del alba. De puntillas, genuflexos, a gatas, decúbito prono, con boquita de piñón escribíamos poemas. ¿A las estrellas, a la luna, al río Ebro? En absoluto, eso quedaba para la gratuita. ¿A Luisa, a Marisa, a Rosa, a Lisa? Ni hablar, el poema amoroso era considerado franquista. ¿A la caída del Imperio Romano, a una urna ibera, a un obrero en huelga? Esto era lo más detestado. No: lo asombroso, lo fenomenal, es que escribíamos que estábamos escribiendo que escribíamos. Como dijo un célebre crítico francés, manteníamos el motor del lenguaje al ralenti. Le moteur, la langue, la parole, el sursum corda!
Aquello fue una revolución, pero sólo una entre otras muchas. En un proceso muy bien estudiado al que suele llamarse «el Terror», alcanzamos a saborear la seducción del pensamiento chino. Un matarife de Shangai aseguraba degollar cabras con mayor eficacia tras leer el Libro Rojo del Camarada Mao. Y nosotros componíamos sinfonías celestiales inspirados por el mismo Faro. También nos drogamos con la cruel incontinencia con que reza rosarios una costurera. En un par de años la imbecilidad activa se había trocado en atónita estupidez.
Las actividades reputadas de «individuales» —el suicidio, la conspiración, el vicio, la literatura— se hablan hecho masivas. La individualidad había muerto en brazos del individualismo. Hoy ya no se muere de esas cosas más que en los barrios pobres, pero queda una hez, una zona abisal, la que derivó hacía la decoración. Llenaron sus despensas de arrope, escayolas, acuarelas austríacas, jardines ingleses y sillas vienesas. A más reuma, más dibujitos de jarrones. Muchos comenzaron a acudir a la Opera. ¡La Opera! ¡Esperanzas papales, gallináceas! Cuando me los tropiezo tengo visiones. Imagino el campo de exterminio de Mauthasen y, chapoteando en el barro, a un judío escuálido que se pavonea con un peinado exquisito que le distingue del vulgo.
Siempre acabó en las Ramblas, ese insoportable lugar común, archicomún, pluscuamcomún. Eran éstas, antaño, rieras de desagüe por donde rodaban las aguas Tibidabo abajo, Bellesguard abajo, Collcerola abajo, San Gervasio abajo. En la actualidad ejerce funciones similares; es un desagüe humano. Noche tras noche el fluido ciudadano se aprieta en esta inevitable torrentera, como un caudal de aguas muertas. A su arteria principal van a dar cientos de vasos sanguíneos. Cada uno de esos conductos capilares está pinchado por un sinnúmero de bares, tabernas, tascas, como tribus de chinches esparcidas por un viejo colchón de lana. En uno de los vasos capilares de la telaraña alcohólica anida La Boa, madura propietaria de un bar que lleva su nombre. Es una mujer de enormes pechos cubiertos de pecas y manos manchadas como la piel de una vaca. Suele usar peluca casquiforme. Los reflejos, color yema, dan una luz mágica a los espejos de la botellería. Cuando pienso en el pedregal del Universo, me consuela que exista esta mota de polvo cargada de bebidas, a cuyo frente se encuentra una mujer de pestañas rígidas. En los momentos de éxtasis no importa la muerte. Cuando sólo queden soles apagados y astros fríos, cuando ya no podamos ver nuestro sudor verde y rosado bajo los neones, subsistirá en algún escondrijo de la venganza divina este bar de latón y madera. En el rincón, los inútiles del Imperio Romano beben a la salud de La Boa mientras escorpiones togados y lechuzas pontificales construyen templos y pasan a cuchillo a los labriegos. Aquí se escuchan con escepticismo las monsergas del inacabable verso funcionarial de Virgilio.
De vez en cuando los borrachos le tiran un pedazo de tocino rancio al perro, y cambian de apoyo.
¿Pero qué estoy escribiendo? Las uñas crecen. El pelo crece. Somos jardines sin jardinero. Cada año hay que extirpar una tripa desarrollada, coser, golpear, hundir, perforar, quizás añadir aquí y allá. Aquí está mi cabeza vacía. ¿Por qué me parece todo tan grande? ¿Qué quiere decir esa sonrisa? ¡Resignación! ¡Ánimo! Los melancólicos sudamos mucho, pero no nos cansamos. Somos ágiles, nerviosos. Pasamos horas quietos como piedras y de pronto, sin que nada exterior intervenga, saltamos como un muelle. El príncipe Hamlet, a pesar de su aspecto gordinflón y fofo, era un espadachín muy competente. Estoy casi tan gordo como Hamlet.
He cumplido cuarenta y siete años hace ya algunos meses. "



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