Matilda (fragmento)Roald Dahl
Matilda (fragmento)

"Matilda anhelaba que sus padres fueran buenos, cariñosos, comprensivos, honrados e inteligentes, pero tenía que apechugar con el hecho de que no lo eran. No le resultaba fácil. Sin embargo, el juego que se había ingeniado, consistente en castigar a uno o a ambos cada vez que se comportaban repugnantemente con ella, hacía su vida más o menos soportable.
Al ser muy pequeña y muy joven, el único poder que tenía Matilda sobre cualquiera de su familia era el del cerebro. Los superaba en ingenio. Pero seguía inalterable el hecho de que en cualquier familia, una niña de cinco años se veía obligada siempre a hacer lo que decían, por estúpido que fuera. Por eso, siempre tenía que tomar una de esas cenas que anuncian en televisión, frente a la espantosa caja. Entre semana se pasaba todas las tardes sola, y cuando le decían que se callara tenía que callarse.
Su válvula de escape, lo único que impedía que se volviera loca, era el placer de maquinar e infligir aquellos magníficos castigos, y lo curioso era que parecían surtir efecto durante algún tiempo. El padre especialmente se volvía menos fanfarrón e intratable durante algunos días, después de recibir una dosis de la medicina mágica de Matilda.
El incidente del loro bajó claramente los humos a sus padres y, por espacio de una semana, se comportaron de forma relativamente civilizada con su hijita. Pero ¡ay!, eso no podía durar. El siguiente estallido se produjo una tarde en la sala de estar. El señor Wormwood acababa de regresar del trabajo. Matilda y su hermano estaban tranquilamente sentados en el sofá, esperando que su madre les llevara las bandejas de la cena. La televisión aún no estaba encendida.
Llegó el señor Wormwood con un llamativo traje de cuadros y una corbata amarilla. Los horribles cuadros naranjas y verdes de la chaqueta y los pantalones casi deslumbraban al que lo miraba. Parecía un corredor de apuestas de ínfima calidad ataviado para la boda de su hija y, evidentemente, esa noche se sentía muy satisfecho consigo mismo. Se sentó en un sillón, se frotó las manos y se dirigió a su hijo en voz alta.
—Bien, hijo mío —dijo—, tu padre ha tenido un día muy afortunado. Esta noche es mucho más rico que esta mañana. He vendido nada menos que cinco coches, cada uno de ellos con un buen beneficio. Serrín en la caja de cambios, la taladradora eléctrica en los cables del cuentakilómetros, un chafarrinón de pintura aquí y allá y algunos otros pequeños trucos y los idiotas se desviven por comprarlos.
Sacó una hojita de papel del bolsillo y la examinó.
—Escucha, chico —continuó, dirigiéndose al hijo e ignorando a Matilda—. Dado que algún día estarás metido en este negocio conmigo, tienes que aprender a calcular al final de cada día los beneficios obtenidos. Trae un bloc y un lápiz y veamos lo inteligente que eres.
El hijo salió obedientemente de la habitación y regresó con los objetos de escritura solicitados. "



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