Javier Mina (fragmento)Martín Luis Guzmán
Javier Mina (fragmento)

"Labiano, para breve tiempo, no parecía mal refugio. La parte del valle donde se asentaba el pueblo era toda de terreno desigual, accidentado, y tan agrio y poco acogedor en invierno como grato y riente en estío. Al abrigo de la iglesia y de las casas, la partida, dispersa en amplio trecho, quedaría allí oculta, por el lado de la carretera de Sangüesa, detrás de una serie de quiebras y elevaciones poco transitables en días de deshielos y aguas, como los de entonces; y por la otra parte, hacia el Pirineo, las alturas pobladas de bosques serían terreno firme para ganar de un salto, en caso de necesidad, las montañas que se veían envueltas en bruma más allá de Aranguren. Todavía deparaba Labiano una protección más: el manto, de origen divino, que tendía sobre el pueblo el santuario de la Reina Santa Felicia, imagen legendaria venerada por los valles circundantes desde siglos remotos. ¿Podía no bastar todo ello a que Mina desechase allí la idea de grandes peligros? ¿O era sólo que el cabecilla de veinte años, más y más audaz, iba volviéndose más confiado conforme los riesgos mayores lo empujaban a empresas más arduas?
Una vez en Labiano, Mina dispersó y despidió el grueso de la partida y se dispuso a descansar, guardando consigo el resto de sus tropas: una compañía de infantes y algunos jinetes al mando de Espoz. Un amigo, Pedro Joaquín Munárriz, lo alojó en su casa. Allí estuvo recibiendo, durante todo el día 28, informes sobre las columnas que lo perseguían. Una de ellas, la de Schmitz —comandante del 2.º Regimiento de Marcha—, lo buscaba por Lumbier; otra, por Uterga; otra, entre Tiebas y Monreal; lo cual hizo pensar a muchos cómo era aventura demasiado peligrosa el permanecer oculto en aquel agujero asequible a tantos enemigos. Los más prudentes, Munárriz entre ellos, no dejaron de considerarlo ni de decirlo. Pero Mina, indiferente a cuantas indicaciones se le hicieron para que buscase mejor refugio, contestó que en Labiano nada grave podía ocurrirle ni en el supuesto de que lo descubriesen.
Era violento, en verdad, el contraste entre su serenidad de entonces y la inquietud que producía en otros la peligrosa situación que lo rodeaba. En Labiano recibió un billete de Manuela Torres, alarmante y apasionado. «Acababan de decirle que estaba herido; ¿era verdad? Debía cuidarse, cuidarse más que nunca, y aunque sólo fuese por ella y para que la inteligencia y el valor del guerrillero no faltasen a la causa que él defendía. "



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