Las confesiones de Nat Turner (fragmento)William Styron
Las confesiones de Nat Turner (fragmento)

"La reata de esclavos se había detenido al borde de la carretera, poco antes del lugar en que comenzaba el camino de roderas que partía de aquélla. Si hubiéramos iniciado el viaje de regreso diez minutos más tarde, la reata de esclavos ya hubiera partido de allí, y nosotros no nos hubiéramos cruzado con ella. Los conté, y comprobé que allí había unos cuarenta negros, entre hombres y muchachos, miserablemente vestidos con pantalones y harapientas camisas de algodón. Iban unidos entre sí mediante cadenas puestas alrededor de la cintura, y cada uno llevaba dobles argollas de hierro que ahora reposaban en sus regazos o en el suelo. Jamás había visto negros encadenados. Cuando pasamos, ninguno de ellos habló, y su silencio fue opresivo, helado, abyecto, hiriente. Estaban sentados o en cuclillas, formando fila, junto a la cuneta, entre los grandes montones de hojas secas. Algunos comían, a puñados, pasta de maíz, y lo hacían sin apenas prestar atención, otros dormitaban apoyándose en el cuerpo de un compañero, uno alto y de lacios movimientos se alzó en el momento en que nosotros nos acercamos, y, sin expresión en el rostro, sin mirada en los ojos, comenzó a orinar en la cuneta. Un niño menudo, de unos ocho o nueve años, estaba tumbado, llorando desesperadamente, junto a un hombre de media edad, gordo, de reluciente color amoratado, que, sentado, dormía profundamente. Nadie habló, y mientras avanzábamos llegó a mis oídos únicamente el débil sonido metálico de las cadenas, y después el lúgubre sonido de las vibraciones de un birimbao, muy lentas, sin formar una melodía, plúmbea y extrañamente monótonas, como si alguien golpeara, a un ritmo carente de sentido, una barra de hierro. Los tres guardias de los esclavos eran hombres jóvenes, de rostros tostados por el sol, con cabello rubio y bigote. Iban con botas sucias de barro, y uno de ellos empuñaba un látigo de cuero. Este último fue el que se llevó la mano al ancho sombrero de paja para saludar al señorito Samuel, en el momento en que llegamos a su altura y nos detuvimos. En la cuneta sonaban débilmente las cadenas al entrechocar, y el birimbao seguía con su bunk-bunk-bunk-bunk. "


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