El hándicap de la vida (fragmento)Rudyard Kipling
El hándicap de la vida (fragmento)

"Cuatro hombres, cada uno con derecho «a la vida, a la libertad y a la conquista del bienestar», jugaban al whist sentados a una mesa. El termómetro señalaba —para ellos— ciento un grados de temperatura. La habitación estaba tan oscurecida que apenas era posible distinguir los puntos de las cartas y las pálidas caras de los jugadores. Un punkah viejo, roto, de calicó blanco removía el aire caliente y chirriaba, lúgubre, a cada movimiento. Fuera reinaba la lobreguez de un día londinense de noviembre. No había cielo ni sol ni horizonte: nada que no fuese una calina marrón y púrpura. Era como si la tierra se estuviese muriendo de apoplejía.
De vez en cuando, del suelo se alzaban nubes de polvo rojizo, sin viento ni advertencia, que, como si fueran manteles, se lanzaban sobre las copas de los árboles resecos para bajar después. Entonces un polvo demoníaco y arremolinado se precipitaba por la llanura a lo largo de un par de millas, se quebraba y caía, aun cuando nada había que le impidiese volar, excepto una larga hilera de traviesas de ferrocarril blanqueadas por el polvo, un racimo de cabañas de adobe, raíles condenados y lonas, y un único bungalow bajo, de cuatro habitaciones, que pertenecía al ingeniero ayudante a cargo de la sección de la línea del estado de Gaudhari, por entonces en construcción.
Los cuatro, desnudos bajo sus pijamas ligerísimos, jugaban al whist con mal talante, discutiendo acerca de quién era mano y quién devolvía. No era un whist óptimo, pero se habían tomado cierto trabajo para llegar hasta allí. Mottram, del Servicio Indio de Topografía, desde la noche anterior, había cabalgado treinta millas y recorrido en tren otras cien más desde su puesto solitario en el desierto; Lowndes, del Servicio Civil, que llevaba a cabo una tarea especial en el departamento político, había logrado escapar por un instante de las intrigas miserables de un estado nativo empobrecido, cuyo soberano ya adulaba, ya vociferaba para obtener más dinero que el aportado por los lamentables tributos de labriegos exprimidos y criadores de camellos desesperados; Spurstow, el médico del ferrocarril, había dejado que un campamento de culis azotado por el cólera se cuidara por sí mismo durante cuarenta y ocho horas mientras él, una vez más, se unía a los blancos. Hummil, el ingeniero ayudante, era el anfitrión. No se arredraba y recibía a sus amigos cada sábado, si podían acudir. Cuando uno de ellos no lograba llegar, el ingeniero enviaba un telegrama a su última dirección, a fin de saber si el ausente estaba muerto o con vida. Hay muchos lugares en Oriente donde no es bueno ni considerado permitir que tus amistades se pierdan de vista ni aun durante una breve semana.
Los jugadores no tenían conciencia de que existiese un especial afecto mutuo. Discutían en cuanto estaban juntos, pero experimentaban un deseo ardiente de verse, tal como los hombres que no tienen agua desean beber. Eran personas solitarias que conocían el significado terrible de la soledad. Todos tenían menos de treinta años: una edad demasiado temprana para que un hombre posea ese conocimiento. "



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