La impaciencia del corazón (fragmento)Stefan Zweig
La impaciencia del corazón (fragmento)

"La excursión anunciada se inició muy temprano con una pequeña fanfarria de buen humor. Lo primero que oí al despertarme en mi pequeño cuarto de invitados, limpio e iluminado por el sol que entraba a raudales, fueron voces y risas. Me acerqué a la ventana y vi, ante las caras de asombro de toda la servidumbre, el imponente coche de viaje de la princesa, que seguramente habían sacado de la cochera durante la noche: una soberbia antigualla de museo, construida hacía cien años, tal vez ciento cincuenta, por el carrocero de la corte vienesa para un antepasado, en la Seilerstätte. La carrocería, protegida por artísticos muelles contra los golpes de las ruedas macizas, estaba decorada, de forma un tanto simple, con escenas pastoriles y alegorías clásicas, al estilo de los tapices antiguos, y quizá los antaño vivos colores originales ya habían palidecido. El interior de la carroza, tapizado con seda, ocultaba —tuvimos ocasión de comprobarlo en muchos detalles durante el viaje— toda clase de comodidades refinadas, como mesitas plegables, espejitos y frasquitos de perfume. Huelga decir que este descomunal juguete de un siglo desaparecido causaba al pronto una impresión de irrealidad y mascarada, pero precisamente esto produjo el grato efecto de que los criados se esforzaran, con un humor festivo propio de carnaval, en poner perfectamente a flote en la carretera el pesado navío. Con especial empeño, el mecánico de la fábrica de azúcar engrasó las ruedas y revisó a golpes de martillo los aros de hierro, mientras enganchaban los cuatro caballos, adornados con penachos como para una boda, lo que dio ocasión a Jonak, el viejo cochero, para dar, orgulloso, las pertinentes instrucciones. Ataviado con su descolorida librea principesca y sorprendentemente ágil a pesar de la gota, explicaba todas sus artes y saberes a los jóvenes criados, que desde luego sabían montar en bicicleta e incluso manejar un coche, pero no refrenar como es debido un tiro de cuatro caballos. Fue también él quien en la noche anterior había aclarado al cocinero que el honor de la casa exigía a toda costa que en los juegos al aire libre y en escapadas parecidas, incluso en los lugares más apartados, en un bosque o un prado, se sirviera una colación tan esmerada y abundante como en el comedor del castillo. Y así, bajo su control, el criado recogió manteles de damasco, servilletas y cubertería de plata, todo ello guardado en estuches adornados con el escudo de la colección de la vajilla de plata que había pertenecido a la princesa. Sólo entonces le fue permitido al cocinero, tocado con una gorra de plato blanca que sombreaba su rostro radiante, traer las provisiones propiamente dichas: pollos asados, jamón, empanadas, pan blanco recién hecho y baterías enteras de botellas, cada una colocada en un lecho de paja para superar los baches de las carreteras sin sufrir daño. Como representante del cocinero, acompañó la comitiva un muchacho que serviría las comidas, al que se le señaló el lugar en la parte trasera del coche que antaño ocupara el postillón de la princesa, tocado con un sombrero de abigarradas plumas, junto al lacayo de servicio. "


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