La república de los sueños (fragmento)Nélida Piñón
La república de los sueños (fragmento)

"En el cementerio, pronunció una oración fúnebre.
—El Brasil —dijo— pierde hoy uno de sus más ilustres hombres —y añadió, con tono misterioso—: Para no mencionar su actuación en la guerra del Paraguay, de donde vino cargado de medallas. Todos tenemos motivos para lamentar su pérdida.
Miguel desestimaba las poses belicosas de su hermano. Bastante tenía con Esperanza, una guerrera dispuesta siempre a derribarlo, a hacerlo caer al suelo. De donde Miguel se levantaba con la ilusión de tomarse la revancha al día siguiente. Ambos trataban de esquivar a Bento, negándole incluso el derecho de tomar partido a favor de alguno de los dos. No querían que se apropiara de sus tácticas, ni comprendiera sus impulsos. Sólo a ellos cabía respetar la tristeza del otro, cuando se reconocía vencido. Por eso, el ganador extendía la mano al caído, ayudándolo a soportar la derrota. Vivían, así, en un continuo balancín de triunfos y rendiciones. Cuando Esperanza ganaba el sitio de arriba, con los muslos delatados por el viento, Miguel, abatido, salía corriendo al cuarto de la madre. La interrumpía así en el momento en que, preocupada por la palidez de Odete, trataba de arrancarle la promesa de acudir al médico.
Odete se resistía. No estaba enferma. Dios le había concedido una salud de hierro, prueba por lo demás de que la miraba con buenos ojos. Eulalia se mostraba en desacuerdo. A veces Dios quería probarnos, ofreciéndonos una salud precaria, para que así pudiésemos apreciar mejor la vida que a Él debíamos. Ciertas dolencias, incluso, nos eran enviadas como aviso, para ayudarnos a derrotar el tormento de la vanidad y de la arrogancia. ¿No era acaso lo único importante saber que estábamos de paso en la tierra, y que todo lo debíamos a Él, que nos había prestado la vida para vivirla en Su Nombre, dando así testimonio de Su existencia, gracias a la cual habíamos sido creados?
Cuando Eulalia hablaba de Dios, Odete la oía con temor y respeto. Pero estas alusiones no eran muy frecuentes. Eulalia las reservaba para momentos cruciales de aflicción o gratitud. Pues pensaba que no se debía abusar de Su Santo Nombre. Muchas veces rezaba sin confesarse a sí misma que lo hacía. Quería evitar la tentación de proclamar un dios nacido de vanas alabanzas.
A pesar de los dolores en la columna, Odete no se permitía una sola queja. Pero su palidez era buena prueba de que algo le pasaba. Si bien se resistía a ser tratada, la alegraba en cambio saber que Eulalia sufría por ella, como si fuese alguien de la familia. Y para aceptar mejor una piedad a la que no quería en modo alguno negarse, entornaba los ojos, con gesto ligeramente lúgubre.
A todas éstas, unos golpes en la puerta anunciaban la presencia de Esperanza. Agitada e impaciente, pedía permiso para salir. Ante aquella adolescencia fogosa, Eulalia dudaba en hacer valer una autoridad que jamás le interesó recalcar. No hallaba la manera de frenar el ímpetu de una hija que, en ocasiones, la interpelaba como si fuese una adversaria. Por lo general, después de una breve negativa, la madre terminaba cediendo. Lo cual hacía sentir a Esperanza que su libertad dependía de un arbitrio falible e inestable. Por ello perdía confianza en los designios de la madre. Aunque comprendiese, también, cuán desagradable era para ésta verse obligada a señalar rumbos a su vida. "



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