La ciudad como un tigre (fragmento)Eduardo Galeano
La ciudad como un tigre (fragmento)

"No bien la vieja deja caer un paquete envuelto en diarios junto al cordón de la vereda, pega un respingo. A sus espaldas, ha sonado la voz de alto. La vieja no atina a volver la cabeza y se queda con las manos paralizadas en la actitud del abrazo. No siente la débil lluvia rebotándole sobre el cuerpo y deslizándose, insidiosa, bajo sus ropas, pero escucha los pasos del soldado de guardia que cruza la calle desde la esquina opuesta.
El soldado la hace a un lado con el arma y ella trastabilla y sus huesos van a dar al suelo mojado. La bayoneta destripa el paquete. Restos de comida, trapos, basura.
La vieja se levanta como puede y se mete en su casa; cierra la puerta con tranca antes de empezar a quejarse. No encuentra quién la escuche gemir por la humillada suerte de los pobres. La cobija de Sebastián, floja como una piel sin cuerpo, yace, sola, sobre el petate tendido en el suelo al lado del suyo. Y ella chilla ay Jesucristo, que otra vez se me ha ido, chilla ay, su pura concepción, cuánta desgracia, vea que me lo pueden matar, Dios mío, si no me lo cuidas, mientras tiemblan las altas luces de los cirios, uno mi hijito, el único, ay Jesucristo, y los resplandores rojos le lamen el rostro, que no pienso más que en esa su sepultura, Ave María Purísima, que le están cavando, ay Jesucristo de mis Angustias, y una cortina de lágrimas separa los ojos de la vieja de la hilera de casas vecinas, todas iguales entre sí, chatas, gastadas, apenas adivinables a la borrosa luz que la luna, prisionera de una nube, proyecta todavía sobre la ciudad.
Mientras escala la pequeña cuesta del Cerro del Carmen, Sebastián advierte que ya no llovizna y pliega el diario con el que se venía cubriendo la cabeza. En la cumbre, la iglesia no parece, como en las tardes, un juguete brotado de la caja de sorpresas de un niño gigante. Las nubes se retuercen contra la negrura del cielo y de la iglesia emana un esplendor blanco y helado.
Sebastián se sienta en el paredón, con la mirada fija, a través de la arboleda, en la calle desierta y apenas alumbrada que abraza el cerro. La brisa, que sopla suavemente, despierta rumores en el follaje. Sebastián vuelve a mirar el reloj, comprueba que sólo cuatro minutos han transcurrido desde que llegó, piensa que puede haberse equivocado: se responde que no, ya pasó la hora de la cita, hace cinco minutos que pasó, y Sebastián vuelve a descubrir, como otras veces, que la sospecha de un error en la hora es mejor que otras sospechas. Hace una semana, Medio Litro apareció al pie de un barranco, con un pedazo de la cara devorado por las hormigas.
Las luciérnagas siembran de chispas voladoras la oscuridad. Las sombras se mueven, más negras que la noche. Sebastián aguza el oído. No se distingue ruido de pisadas entre el siseo de las hojas y el timbre de las cigarras.
Las noches sin luz de la infancia en el sur. El Cadejo tiene cara de murciélago, orejas de conejo, cascos de cabro, roba muchachas de trenzas largas y ata nudos en las crines de los caballos: sus ojos de brasa y su olor de azufre guían a los caminantes borrachos. Sebastián sonríe.
¿Protege el diablo a los revolucionarios? Se rasca la oreja carnosa. Marco Antonio creía. Y ya no hay más Marco Antonio. Se tantea los botones de la camisa, uno por uno. Había moscas en la morgue, la muerte era una tela de vidrio cubriendo las pupilas de Marco Antonio y hasta la ropa, dura de sangre y toda perforada, parecía haberse muerto ella también. Marco Antonio había tenido cara de indio y cuerpo de volcán, una cantidad innumerable de dientes en la sonrisa y dedos mochos y chatos como espátulas: había tenido veinte años: lo pararon las balas y se quedó teniéndolos. Como Alberto. Alberto tendido con las piernas y los brazos abiertos. La policía le ató al tobillo una etiqueta con el nombre de su documento falso. Tenía agujeros en las suelas de los zapatos. Bajó al foso con nombre de otro. "



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