Las hermanas Lacroix (fragmento)Georges Simenon
Las hermanas Lacroix (fragmento)

"Un suceso particularmente penoso ha tenido lugar la pasada noche en el barrio de Saint-Gervais, en Cherbourg. Un obrero de una fábrica de cemento llamado Gustave L…, en paro desde hacía más de un año, se ha quitado la vida disparándose un tiro de fusil en la boca.
Previamente, Gustave L… había dado muerte a su mujer, de treinta y cinco años de edad, y a sus cuatro hijos, el último de los cuales no tenía más que unos meses.
Como Gustave L… no bebía, se trata probablemente de un drama de la miseria.
A decir verdad, el primer sentimiento de Mathilde fue la desilusión. Miró el artículo, que no tenía más que unas líneas. Parecía encontrarlo ridículamente corto. Luego observó a su marido, y si no hubiera jurado no dirigirle más la palabra, le habría preguntado:
—¿Y qué?
Creyó que encontraría algo mucho más preciso, que hablara de sopa, de veneno y de probetas.
En cambio, la mente habría recorrer un largo camino para ir del artículo al comedor de las Lacroix. Un desgraciado, un obrero incapaz de alimentar a su familia, sintió de repente que no saldría nunca del bache y decidió acabar con todo.
¡Eso era, en resumidas cuentas! Estar harto.
Sólo que Gustave L… se había llevado por delante a toda su familia.
Mathilde reflexionaba. Se veía que reflexionaba, pues miraba fijamente con gravedad casi cómica una manchita de óxido en el edredón.
¿Por qué había matado Gustave L… a los demás? ¿Los quería demasiado para soportar la idea de separarse de ellos? ¿Le repugnaba dejarlos en la miseria? ¿Consideraba que sus hijos, su mujer y él formaban un todo indisoluble?
Estaban sentados cada cual en su cama. Mathilde a la izquierda, con el periódico desplegado sobre la colcha, su marido a la derecha y, entre ellos, por encima de sus cabezas, la pantalla de fleco de perlas.
Vernes esperaba. Había que permitir al esfuerzo dar sus frutos en la mente de su mujer, y así fue, se volvió hacia él, le miró como nunca le había mirado, como si fuera un desconocido, o más bien como a un ser extraordinario en el que nunca había reparado.
En cuanto a él, se limitó a decir:
—Pues sí…
Lo que no quería decir que estuviera orgulloso de lo que había hecho, ni tampoco arrepentido o avergonzado. ¡No! Simplemente lo constataba. Con una punta incluso, en el fondo, de imperceptible orgullo. También con cierta incomodidad, pues se daba perfecta cuenta de que haría mejor callando.
Pero, si había bajado, era porque no quería seguir callando. Y mientras su mujer recorría con la vista el periódico, él había buscado pacientemente la frase con que empezar.
—¿Quién tiene la culpa? —se decidió al fin.
Ella le temía un poco, aquella noche. Tal vez dudaba si quedarse en la habitación, durmiendo en el mismo cuarto que su marido. No sin pesar se metió entre las sábanas, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. "



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