Monasterio (fragmento)Eduardo Halfon
Monasterio (fragmento)

"Tamara tomó mi cigarro encendido del cenicero, le dio un profundo jalón y me preguntó en qué trabajaba. Le dije serio que era pediatra y mentiroso profesional. Levantó una mano como diciendo alto. Me gustó mucho su mano y no sé por qué recordé un verso de un poema de E.E. Cummings que cita Woody Allen en alguna de sus películas sobre la infidelidad. Nadie, le dije mientras atrapaba su mano elevada como a una pálida y frágil mariposa, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Tamara sonrió, me dijo que sus padres eran doctores, que ella también escribía poemas de vez en cuando, y supuse que me había atribuido la línea de Cummings, pero no se me antojó corregirla. Y ya no soltó mi mano.
Yael llenó los vasos mientras yo fumaba torpemente con la izquierda y ellas hablaban en hebreo. Qué pasó, le pregunté a Tamara y, con un puchero de pesadumbre, me dijo que el día anterior alguien le había robado sus cosas. Suspiró. Estuve caminando toda la mañana, por el mercado de artesanías, por algunas ruinas, por todas partes, y cuando me senté en una banca del parque central (así le dicen los antigüeños, a pesar de que es en realidad una plaza), me di cuenta de que alguien había rasgado mi bolsón con un cuchillo. Me explicó que había perdido un poco de dinero y también algunos papeles. Yael dijo algo en hebreo y ambas se rieron. Qué, interrumpí curioso, pero siguieron riéndose y hablando en hebreo. Apreté su mano y Tamara recordó que yo estaba allí y me dijo que el dinero no le importaba tanto como los papeles. Le pregunté qué papeles. Sonrió enigmática, como una vendedora holandesa de tulipanes. Cuatro hits de ácido, susurró en su mal español. Tomé un sorbo de cerveza. ¿Te gusta el ácido?, me preguntó, y le dije que no sabía, que en mi vida lo había probado. Con euforia, Tamara me habló diez o veinte minutos sobre lo necesario que era el ácido para abrir nuestras mentes y así volvernos personas más tolerantes y pacíficas, y yo en lo único que podía pensar mientras ella peroraba era en arrancarle la ropa allí mismo, enfrente de Yael y la pareja de alemanes y cualquier otro voyeur escocés que quisiera espiarnos. Para callarla y calmarme, supongo, encendí un cigarro y se lo entregué. La primera vez que probé ácido, dijo mientras compartíamos el cigarro, con mis amigos en Tel Aviv, me puse medio dormida, muy, muy relajada, y creo que vi a Dios. Me parece recordar que dijo Dios, en español, aunque también pudo haber dicho Hashem o God o Adonái o YHVH, el tetragrámaton impronunciable de cuatro consonantes. No supe si reírme y sólo le pregunté cómo era el rostro de Dios. No tenía rostro. ¿Y entonces qué viste? Me dijo que era difícil de explicar y luego cerró los ojos mientras adoptaba un aire místico y esperaba alguna revelación divina. No creo en Dios, le dije despertándola de su trance, pero sí hablo con él todos los días o casi todos los días. Se puso seria. ¿No te consideras judío y tampoco crees en Dios?, preguntó en tono de reproche, y yo sólo subí los hombros y le dije para qué y me fui al baño sin darle la menor oportunidad a un tema tan inútil. "



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