El préstamo de la difunta (fragmento)Vicente Blasco Ibáñez
El préstamo de la difunta (fragmento)

"El recuerdo de su hermano había hecho surgir en ella otros recuerdos.
—¡Ay, abuelita! No es el pobre Alberto el único que fue a la guerra. Otros hay que viven aún; y los que viven inspiran mayores preocupaciones que los muertos.
Pensaba en su amigo, un joven rico que la verdulera no había visto nunca, pero, según murmuraba la gente, acabaría casándose con Julieta.
No pudieron hablar más. Era la hora del té, y empezaron a llegar las amigas de la señora, todas vestidas con unos trajes elegantes, raros y vistosos, que hacían parpadear a la vieja, desorientándola en sus opiniones. Algunas, a pesar de sus extraordinarias vestimentas, envidiaban el luto de Julieta. Una de ellas fue más lejos en la manifestación de sus deseos:
—¡Qué suerte tener un muerto en la familia! ¡El negro sienta tan bien!…
Todas fumaban. Se habían tendido en el suelo, sobre pieles de oso blanco o redondos almohadones de seda, abullonados y con un botón hondo en el centro, semejantes a calabazas. Unas se estiraban lo mismo que fieras perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban la mandíbula en las rodillas, mientras mantenían éstas entre sus brazos cruzados.
El té estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata, en la que movía la lámpara de alcohol su penacho azul casi invisible.
Julieta había hecho valientemente la presentación de la vieja a sus amigas.
—Mi abuelita, que vende hortalizas todas las mañanas en la rue Lepic. Yo estoy orgullosa de mis ascendientes, lo mismo que un nieto de los Cruzados.
Risa general de las señoras, que poco a poco olvidaron a la vieja. Ésta quiso irse. No gustaba de tales costumbres, pero al mismo tiempo temía ofender a su nieta.
Pasó cautelosamente de silla en silla, como una chicuela que desea escaparse, llegando de este modo hasta el comedor. Allí cobró ánimo, y poniéndose de pie, se aventuró francamente en un pasadizo inmediato.
Casi tropezó con la doncella, que volvía al salón llevando más agua caliente para el té. La vieja la saludó con un bufido implacable.
—¡Presumida!… ¡Fea!
Después de este insulto supremo se sintió más ágil, y empezó a bajar unos peldaños, hasta dar con la cocina.
Aquí admiró más que en los salones el bienestar de su nieta. ¡Qué abundancia! ¡Qué de cacerolas brillantes como astros!…
La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesa una botella y dos vasos. La bebieron entera, hablando de sus penas. Luego sacó un retrato y le dio un beso, mostrándolo a su visitante. "



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