El príncipe rebelde (fragmento)Manuel Fernández Álvarez
El príncipe rebelde (fragmento)

"En ese punto, el doctor Daza alza la vista de sus papeles. Veo removerse, inquieto, al Príncipe. La misma Reina, de suyo tan dulce, tan prudente, tan considerada por todos, grandes como menudos, no puede disimular un ligerísimo bostezo, que al instante disimula, llevando su mano diestra, de la que pende finísimo pañuelo blanco de encaje, a la boca. Es cuando coge la vez el doctor Cortés, para contar por menudo cómo tras la cura el Príncipe había sido acostado y cómo después se había procedido a la primera sangría, por el lado derecho, sacándosele ocho onzas de sangre. La noticia provoca un estremecimiento en los presentes. La Reina se lleva la mano a la vista, como turbada. El Príncipe, por el contrario, se muestra orgulloso y mira a todas partes, como diciendo ¡Ved lo que sufrí! Y más aún, cuando el doctor Cortés añadió:
—Pareció necesario reiterar la sangría, y os sacamos, Alteza, otras ocho onzas de sangre del brazo izquierdo. Mas como la calentura era grande, pareció que debíamos ayudar a Naturaleza, mas no nos atrevimos a daros otra cosa que tres onzas de jarabe de nueve infusiones; el cual vuestra Alteza lo tomó de tan buena gana, que aun tornó por un poco que quedaba en el vaso. Le detuvo el estómago y obró tan bien que hicisteis más de veinte cámaras.
Eso de las cámaras no fue bien entendido por algunos de los presentes, aunque no fuera necesaria mucha ciencia para descubrirlo. El caso fue que una dama de la Reina se atrevió a plantear sus dudas al caballero que tenía a su vera, el cual, viéndose apretado, acabó soltando, y más alto de lo que debiera:
—Pues es cosa bien simple, señora mía; el galeno quiere decir, con finura, que nuestro Príncipe hizo de vientre en abundancia. Vamos, yo diría que tuvo la gran cagalera.
Muy cara pudo costarle al cortesano aquel rasgo de grosero humor, si del Príncipe fuera oído; por su ventura, estaba demasiado absorto en el relato de los médicos que le habían atendido. Máxime que entonces cogía la vez el doctor Olivares, de fama tan probada, y de quien dicen que es digno de estar en la misma corte de los Papas, cuando no del Gran Turco.
—Se nos había propuesto muchas veces —comenzó su discurso el doctor Olivares— que curásemos a Vuestra Alteza con los ungüentos del Pinterete, un moro con ribetes de hechicero, del reino de Valencia. Lo habíamos contradicho los más, pero viendo la fe que muchos tenían y la opinión general del vulgo, que a todos nos ponía culpa porque tanto se tardaba en restablecer la salud de Vuestra Alteza, a la postre acordamos que se probasen.
Se oyó un fuerte murmullo en la sala. ¿Cómo se había cometido tal ligereza con la persona del Príncipe? ¡Cómo! ¿Un maldito morisco entrando en su cámara? ¡Y hechicero, por más señas! Muchos empezaron a mirar torvamente a los médicos que tal había tolerado y los murmullos crecieron alarmantemente; pero el Príncipe alzó su diestra, imponiendo silencio, lo que aprovechó el doctor Daza para coger el relevo:
—Los ungüentos se pusieron viernes, sábado, domingo, lunes y martes. Mas la herida iba de mal en peor, porque el ungüento la quemó de manera que os puso el casco más negro que la tinta. Acordamos dar con los ungüentos y con el morillo al través, y él se vino a Madrid a curar a Hernando de Vega, al cual envió con sus ungüentos al cielo. Y Vuestra Alteza se tornó a curar, a nuestro modo.
Gran risa provocó en el nobilísimo auditorio aquella buena mano del morisco Pinterete para mandar a Hernando de Vega al cielo; eso sí, con sus ungüentos, prueba clarísima de lo que hubiera podido ocurrirle a nuestro Príncipe, si los cielos no le hubiesen debidamente protegido. Aun así, a punto estuvo de un mal final, como reconoció el propio doctor Cortés, en el nuevo relevo:
—El sábado, veintiuno de la caída y nueve del mes de mayor, estuvo Vuestra Alteza tan grave, que ninguna señal tuvo que no fuese mortal. Sólo nuestra confianza era en la misericordia divina y estar Vuestra Alteza en tal edad, que no pasaba de los diecisiete años.
¡Dios y Señor! ¿Es que nuestro Príncipe había estado a punto de morir como un perro? ¿Tanta ciencia sólo había servido para hacerle sufrir? "



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