Camino de Los Ángeles (fragmento)John Fante
Camino de Los Ángeles (fragmento)

"He allí a Marie. ¡Oh, Marie! ¡Oh, tú, Marie! ¡Con tu risa exquisita y tu intenso perfume! Amaba sus dientes y su boca, y el aroma de su carne. Solíamos encontrarnos en una habitación sombría con muchos libros y telarañas en las paredes. Había un sillón de cuero al lado de la chimenea, y debía de haber sido una casa inmensa, un castillo o una villa francesa, porque al otro lado de la habitación, grande y macizo, estaba el escritorio de Émile Zola tal como lo había visto en un libro. Yo estaba sentado allí, leyendo las últimas páginas de Nana, el pasaje de la muerte de Nana, y Marie se levantaba como la niebla de entre las páginas y se ponía desnuda ante mí, riendo sin parar con su hermosa boca y un aroma embriagador, hasta que no tenía más remedio que cerrar el libro, y ella se acercaba y también ponía las manos en el libro, y negaba con la cabeza con una sonrisa intensa, y sentía su calidez recorriéndome los dedos como si fuera electricidad.
—¿Quién eres?
—Soy Nana.
—¿De verdad eres Nana?
—De verdad.
—¿La chica que muere aquí?
—No estoy muerta. Te pertenezco.
Y caía en mis brazos.
Luego llegó Ruby. Era una mujer imprevisible, muy diferente de las otras y también mucho mayor. Siempre me la encontraba mientras ella cruzaba corriendo un llano seco y caluroso que hay al otro lado de la sierra del Funeral, en el Valle de la Muerte, California. Era porque había estado allí en primavera y no había olvidado la belleza de aquella llanura, y era allí donde tan a menudo vería después a la imprevisible Ruby, una mujer de treinta y cinco años, corriendo desnuda por la arena; yo la perseguía hasta que al final la capturaba al lado de una piscina de aguas azules de la que siempre manaba vapor rojo en el momento en que la arrastraba por la arena y enterraba la boca en su cuello, que era muy cálido pero menos atractivo, porque Ruby se estaba haciendo mayor y le sobresalían los tendones, pero su cuello me volvía loco, y me gustaba el tacto de sus tendones tensándose y relajándose mientras jadeaba en el punto exacto en que la había capturado y derribado en el suelo.
¡Y Jean! ¡Cuánto me gustaba el cabello de Jean! Era tan dorado como la paja, y siempre la veía secándose las largas mechas al pie de un bananero que crecía en una loma, entre los montes de Palos Verdes. Yo la observaba mientras se peinaba las espesas mechas. Adormilada y enroscada a sus pies había una serpiente semejante a la que pisaba la Virgen María. Siempre me acercaba a Jean de puntillas, para no despertar a la serpiente, que suspiraba complacida cuando mis pies se hundían en ella, sintiendo un placer inenarrable por todo el cuerpo que se reflejaba en los sorprendidos ojos de Jean, y entonces deslizaba las manos suave y cautelosamente por la mágica calidez del pelo dorado, y Jean reía y me decía que sabía que iba a ocurrir de aquel modo, y se desplomaba en mis brazos como un velo que cae. "



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