Arenas movedizas (fragmento)Henning Mankell
Arenas movedizas (fragmento)

"Tenía que bajarme en una estación que se llamaba Jourdain y, desde allí, me esperaban diez minutos a pie. Todas las mañanas me cruzaba en la acera con una mujer desdentada que se me quedaba mirando. No sé adónde iba. Dado que nunca llegaba a la misma hora, todas las mañanas esperaba no encontrármela. Pero siempre aparecía, como si supiera cuándo llegaría yo. Iba vestida de negro y se mordisqueaba el labio inferior con la mandíbula desdentada.
Yo no la conocía y no la saludaba, no sabía quién era. Tampoco me había hecho nada. Aun así, llegué a odiarla. Era como un gato negro, o como una bruja que quería hacerme daño y por eso me miraba fijamente cuando me veía llegar tambaleándome de cansancio por las mañanas.
Sin saber cómo, me obsesioné con ella y con la idea de querer verla muerta. En mis pensamientos la mataba una y otra vez, a puñaladas, golpeándole la cabeza con piedras o estrangulándola.
Treinta años después de haber dejado París, hice una visita a la ciudad y a la calle de Belleville. Me bajé del metro en la estación de Jourdain y recorrí el antiguo trayecto hasta el taller del señor Simon. Me llevé un sobresalto al ver a la anciana acercarse por la acera. Un ser menudo vestido de negro. Pero no era ella. Seguramente a aquellas alturas estaría muerta.
Como es lógico, he tenido ganas de matar o de golpear a otras personas a lo largo de mi vida, gente que me ha insultado o que se ha comportado mal de alguna forma. Pero han sido tormentas sentimentales fugaces y pasajeras que he olvidado en la mayoría de los casos. Tengo motivos sobrados para alegrarme de no ser una persona especialmente rencorosa.
Aquella mujer de la calle de Belleville fue la única que no se libró nunca de mi ira permanente, hasta que volví treinta años después.
No creo que pueda explicar esa sensación de forma racional. Puede que mi situación de entonces, las duras circunstancias en las que vivía para poder permanecer en París, me hicieran dirigir la rabia en forma de odio contra aquella anciana desconocida.
Hoy pienso que, por desgracia, es un rasgo muy humano. En aquella ocasión, busqué un cabeza de turco en el que descargar la rabia por lo mucho que me costaba ganar dinero para comer y pagar el alquiler. Y ella se cruzó en mi camino.
Aun así, me niego a utilizar la palabra «maldad». No creo en tal cosa. Que los hombres de todos los tiempos, incluido el nuestro, hayan cometido malas acciones no es lo mismo. Los que dicen que hay quienes nacen perversos nos arrojan a una forma de ver el mundo y a una época en que aún se creía en el pecado original. Uno nacía malvado igual que nacía con pecas o pelirrojo.
En mi vida he conocido personas que han cometido atrocidades de una barbarie insoportable. He conocido a soldados niños que han matado a sus padres o a sus hermanos. Pero no porque nacieran malvados. Cometieron esos actos brutales mientras a ellos también les apuntaban con un arma a la cabeza. Tuvieron que elegir entre su propia vida y la de aquellos a quienes se veían obligados a matar.
¿Qué habría hecho yo a los trece años de haberme visto en la misma situación? La única respuesta sincera es que no lo sé. Puedo desear haber actuado de forma diferente, pero no es seguro que lo hubiera hecho.
Ni siquiera cuando, en los Balcanes, los vecinos empezaron a despedazarse mutuamente podemos decir que estallara una maldad agazapada e inherente. Se trata, una vez más, de que se han impuesto unas circunstancias perversas.
Siempre hay alguien que anda especulando y que gana cuando se producen ataques brutales.
La barbarie siempre ha tenido rasgos humanos. Eso es lo que la convierte en algo tan inhumano. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com