La sierva (fragmento)Andrés Rivera
La sierva (fragmento)

"El gringo Negretti dijo que yo tenía edad para escuchar y comprender las historias que a él se le antojara contarme. Que a una mujercita como yo había que instruirla en las cosas de la vida, y que él se encargaría de eso. El gringo dijo que él sería un maestro dedicado y cariñoso.
El gringo decía eso, y me pasaba las manos por las grupas. Y después por las tetas, y después, otra vez, por las grupas, atrás. Y allí las demoraba. Decía, también, que yo era una muchacha en flor, una ternerita bien alimentada, una Beatriz de las pampas. Una Beatriz criolla, con fuertes posaderas y fuertes tetas. Y el gringo se reía, y me palmeaba las redondeces del culo. Le faltaban, al gringo, tres dientes delanteros, en la parte de abajo de la boca. Y le salía un silbido cuando hablaba.
El gringo, cuando se le soltaba la lengua, decía que yo había ido más lejos de lo que él esperaba al comprar a la mujer que, aseguraba, era mi madre. Que él pagó, desde que yo era así de chiquita, mi alimentación, mis ropas, mi catecismo, y los aros, brazaletes y collares indios que me regaló. Y que yo, reconocía Negretti, no lo había defraudado.
Al gringo se le soltaba la lengua en la tina, cuando yo lo bañaba. La tina, decía el gringo, se la había regalado Don Juan Manuel de Rosas. Y la exhibía, orgulloso el gringo, a alguno de sus paisanos. Y a mí, arrodillada, fregándole la espalda, el gringo, sentado en la tina, una pipa en la boca, podía decirme que el brigadier Don Juan Manuel de Rosas era como un príncipe italiano, como esos nobles, bellos, rubios como ángeles, que platicaban con Miguel Ángel sobre los misterios del Universo.
Oh, qué hombre, suspiraba el cocoliche, con el agua jabonosa hasta el cuello. Yo le fregaba la espalda, y la tina estaba en el centro de la cocina, allí, en esa casa que Negretti levantó en las afueras de Buenos Aires, en tierras que supo regalarle el brigadier Don Juan Manuel de Rosas.
Qué hombre, decía el gringo como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y se levantaba en la tina, y le chorreaban, de la piel grasosa y cubierta de pecas, el agua y la espuma de jabón. Yo me ponía de pie, y le pasaba el jabón por la espalda hasta la cintura y, entonces, Negretti, con una de sus manos, me tomaba la mano con la que le enjabonaba la espalda, y decía, mientras torcía la cabeza hacia mí, y me miraba por encima de sus lentes:
La mano ahí, ternerita.
Y ponía mi mano en el tajo que separaba sus nalgas.
Sin jabón, ternerita. La manita sin jabón, decía Negretti, mirándome, la pipa encajada en el agujero donde le faltaban los dientes.
El dedito ahí, ternerita, decía el gringo, envarado, la voz como si boquease.
Ahí, ternerita. Ahí, el dedito... Lento, lento...
Boqueaba el gringo. Y, despacio, los ojos cerrados, la pipa apagada entre los labios que le temblaban, volvía a sentarse en la tina.
Yo le enjabonaba la calva y los sobacos, los brazos de carne blanda, y le echaba agua caliente, de a poco, sobre los hombros. Y él, los cristales de los lentes empañados por el vapor de agua caliente, volvía a Italia.
Yo, ternerita, aprendí el oficio de pintor en Florencia. Una ciudad única en el mundo. Cómo olvidar la luz, las piedras de Florencia. Ver Florencia, e poi moriré: Y al gringo, en la tina, se le escaparon, de los ojos cerrados, unas lágrimas. Por eso me acuerdo. Le miré las lágrimas, parada junto a él, y la calva le relucía por el resplandor del mediodía que en traba por las ven tan as de la cocina, y me dije que ese hombre estaba vencido. Y no me dije más que eso.
Yo lo pinté, ternerita, al brigadier. Ya te dije como era: alto, rubio, enorme y severo como una estatua. Y, ahora, ustedes echaron al príncipe, dijo el gringo, como si hablase de ejecutores de una fatalidad demencial e incomprensible, o de algo que ocurrió en un tiempo remoto, y que está allí, impenetrable, a la vista, para menoscabo de la inteligencia humana.
Lo sequé, como tantas otras veces, cerca del fogón de la cocina. Y, como tantas otras veces, escuché su rezongo. Negretti decía que aquí, en este país de salvajes, tenía frío en invierno y en verano. Que ni en Buenos Aires dejaba de tener frío.
¿Conocés la pampa, ternerita?, me preguntó.
De dónde, le contesté. Y me reí.
El no escuchó mi risa. ¿Qué hubiera adivinado si la escuchaba?
Tierra y tierra, dijo el gringo. Tierra más allá del horizonte. Tierra al Norte. Tierra al Sur. Tierra al Este y al Oeste. Tierra y tierra. Soledad, ternerita. Animales que te miran con ojos que no ven. Un árbol. Un monte de árboles. Tierra. Un árbol. Un monte de árboles. Tierra. Un pájaro que grita y desaparece. Y, después, nada. El silencio. O un trueno que crece en el silencio. O una tormenta de tierra que te oscurece la luz, que te hunde en un infierno de polvo, y donde nada es nada. Y el viento que ruge en tu cabeza. Mejor que no reces, ternerita, porque, ¿para qué? La intemperie no es la falta de techo. Es la indefensión, ternerita, ante las leyes de un mundo salvaje. Salvajes sus hombres; salvaje su suelo.
El gringo suspiró: en cuanto vendiera la chacra, y algún retrato a buen precio, se volvía a Italia. En Italia no tendría frío en los meses de la primavera. Ni, tampoco, en los del estío. Y me dijo, esa vez y otras, que me llevaría a su país, que, dijo, era un país civilizado, culto, dueño de la mejor pintura del mundo. Y de una historia imperial. Patria de la ópera, ternerita. La ópera: ah, la ópera. En nuestras mesas, allá en Italia, se cantan arias enteras. Y la alegría y el vino no abandonan las mesas. Y se respeta al padre. Y los campesinos, que cantan óperas, reconocen al príncipe. Y le besan la mano. "



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