El vértigo (fragmento)Evgenia Ginzburg
El vértigo (fragmento)

"Aquella noche la celda de castigo estaba de tal manera abarrotada que ni siquiera se podía estar de pie. Sin embargo, pasó la noche sin que nos diéramos cuenta. Discutimos hasta el alba. ¿Cómo juzgar el comportamiento de aquellas creyentes? ¿Fanatismo o verdadera firmeza en defensa de la propia libertad de conciencia? ¿Considerarlas locas o admirarlas? Y —lo que más nos oprimía y turbaba— ¿seríamos nosotras capaces de hacer lo mismo?
Discutimos con tal apasionamiento que casi olvidamos el hambre, el cansancio y la humedad apestosa del lugar. Es interesante el hecho de que no enfermara ninguna de aquellas mujeres que permanecieron largas horas descalzas en el hielo. En cuanto a la norma, al día siguiente la cumplieron al ciento veinte por ciento.
Algunas de nosotras buscamos, en vano, la protección del médico local, cuya relación con la medicina quedaba perfectamente expresada con el apelativo de «albéitar», entendido no en sentido metafórico, sino literal. En efecto, antes de su detención había hecho de ayudante veterinario en el dispensario de un sovjoz. Casos de esta clase eran bastante corrientes en la medicina de los campos.
Habitaba una confortable barraquita apoyada a uno de los muros de la isba en la que vivían los soldados de la escolta. La barraquita era llamada «dispensario», pero a los presos no se les permitía entrar. Cuando oía llamar a la puerta, el médico salía a la pequeña terraza de la entrada y ponía un termómetro en manos del enfermo. La temperatura la tomaba sentado en un banco junto al dispensario. A los contrarrevolucionarios el médico los trataba exactamente como el Primo. Tampoco él tenía tiempo que perder, procedía de modo directo. Daba de baja en el trabajo a partir de los treinta y ocho grados de fiebre. A las demás enfermedades las consideraba intrigas y pretextos. El número de bajas de que disponía las distribuía exclusivamente entre las presas comunes, que le pagaban ya con géneros alimenticios obtenidos de los soldados, ya en especie, puesto que a pesar de que andaba cerca de los cincuenta, el médico era todavía un hombre vigoroso.
Sin embargo, la auténtica salvación me llegó de la medicina. Más exactamente, me salvó un cirujano detenido, el leningradés Vasili Jonovic Petuchov, que un día de junio se presentó en el kilómetro siete con Kucerenko, jefe de sanidad en Yelgen.
¡Visita médica! La buena noticia circuló por todas partes. La visita médica podría significar para algunas el traslado a un trabajo cubierto, para otras la colocación en el hospital para convalecientes, y sea como fuere, el retorno al campo de Yelgen —que ahora, en comparación con el kilómetro siete, nos parecía una especie de paraíso perdido—, así como la posibilidad de recibir, durante dos o acaso tres semanas sin trabajar, pan y una «abundante» ración de rancho. Pero también para aquellas que habrían de quedarse en el campo después de la visita médica, el régimen se aligeraría. En efecto, las visitas médicas se producían no incidentalmente, sino sólo cuando el porcentaje de fallecimientos superaba entre los presos el índice establecido, y se decidía que en interés de la producción era necesario alimentar un poco más a las bestias de carga.
De nuevo tuve suerte. Kucerenko, jefe de sanidad, después de haber palpado con aire de entendido mis huesos, salió del ambulatorio y me quedé a solas con el doctor Petuchov. Durante algunos instantes nos miramos en silencio. Al fondo de la barraquita dispensario, con la tarima llena de almohadas desplumadas y las hileras de postales artísticas, vi el rostro inteligente y culto de un verdadero médico. Me pareció un anuncio procedente del mundo de la razón del que habíamos salido para siempre. "



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