La rosa (fragmento)William Goyen
La rosa (fragmento)

"De cuclillas en la escalera de incendios, pensó en sus sueños y esperanzas. Se quedó sentado un rato largo con la planta, mirándola, y de ella surgió, como si fuera un vapor, un recuerdo. Al rato se le escapó, y volvió a hundirse en la planta. Se quedó ahí, sentado, pacientemente, para atrapar el recuerdo que brillaba sobre los pétalos. ¿Qué recuerdo de su mente, elusivo y punzante, era ése, que parecía un picaflor y todavía podía extraer el gusto, la pizca de dulzura, de la rosa? Entonces, el recuerdo de la rosa musgosa se presentó ante él, claro y simple.
Había sido, hacía tiempo, en Texas, en el patio trasero de La Casa —como le decían todos sus habitantes—, bajo la sombra fresca de un árbol. Algunas rosas musgosas crecían, sin que nadie se lo pidiera, en la tierra húmeda que rodeaba la bomba de agua. Parecían anillos de pelo con capullos rojos, anaranjados y amarillos. Había enganchado el asa del balde al cuello de la bomba. Jessy, su hermanita, le agarraba una mano mientras él hacía subir y bajar la palanca de la bomba con la otra. Las lilas de la China seguían frescas —antes de que el sol las enervara—, los pollos estaban animados, el rocío seguía cubriendo todo. Hasta la pila de leña y la arena del camino estaban frías todavía. La vieja rosa Cherokee, que había plantado su abuela cuando era una de las jóvenes de la casa, parecía alegre y floreciente, con sus hojas y espinas. Se mecía sobre la cerca —abajo, arriba, a un lado y a otro—; se cerraba y se abría. Cuando llegara la tarde caliente, iba a quedarse quieta.
A pesar del chirrido de la bomba, oyó una voz y una palabra, «estrella… estrella». Se dio la vuelta y vio que Jessy había agarrado una rosa musgosa y se la ofrecía, una pequeña estrella roja en la palma de su mano. El capullo era un prodigio. El regalo lo sorprendió. En ese momento pensó que la vida tenía que ser como esa ofrenda brillante. Cuando entraron en la casa, con el balde lleno, y su madre les preguntó qué estaban haciendo, Jessy respondió: «Juntábamos estrellas…».
Ahora la casa no estaba, seguramente el agua se había secado y ya no había rosas musgosas. Jessy estaba muerta desde hacía muchos años. Alrededor de su tumba crecían rosas musgosas, a menos que hubieran sido destronadas por la maleza. Hacía tiempo que no iba al cementerio. Allí, en su escalera de incendios (la propietaria la había promocionado, una vez, como «la nueva terraza») había un frágil remanente de ese mundo perdido. En su momento, sin duda, daría flores. ¿Qué podía hacer para encontrar de nuevo esa alegría simple, para capturar una vez más lo que había sido, hacía mucho tiempo, en él y en la rosa musgosa, esa rápida aceptación, esa credulidad instantánea en la felicidad pura de la mañana, un dulce verano, hacía mucho tiempo, en la bomba de agua, sosteniendo la mano pequeña de su hermana? Todo lo que había venido después, al crecer —error, desencanto y pérdida—, había oscurecido y deslustrado la luz de esa estrella.
Quería vivir en un pueblo soleado y fresco, como el de ese día en la bomba de agua, se dijo. Allí hubiera podido arraigarme a la tierra, como la rosa musgosa cerca de la bomba. Me hubiera levantado por la mañana, con fuerza para emprender mi trabajo. Me hubiera mudado y hubiera vivido siempre dentro de ese pueblo, dándole más y más vida. El trabajo y la vida, en cambio, me han quitado mucho, alejaron mi vida de su lugar de origen, la empujaron a las ciudades y los edificios de piedra, al pavimento. Me empobrecieron al privarme de los recuerdos que podían salvarme en medio de la desesperación, en esta inmensa ciudad sin hierba donde no crecen flores en el suelo. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com