Último día de un condenado a muerte (fragmento)Victor Hugo
Último día de un condenado a muerte (fragmento)

"He cerrado los ojos, me los he cubierto con las manos, y he tratado de olvidar, de olvidar el presente en el pasado. Mientras sueño, los recuerdos de mi infancia y mi juventud vuelven a mí, uno por uno, suaves, tranquilos, risueños, como islas de flores sobre este remolino de negros y confusos pensamientos que gira en mi cerebro.
Me veo de niño, colegial alborozado y fresco, jugando, corriendo, gritando con mis hermanos en la alameda verde de ese jardín salvaje donde transcurrieron mis primeros años, antiguo cercado de religiosos que domina, con su cabeza de plomo, la sombría cúpula del Val-de-Grâce.
Después, cuatro años más tarde, allí estoy de nuevo, niño aún, pero ya soñador y apasionado. Hay una jovencita en el jardín solitario.
La españolita, con sus grandes ojos y sus largos cabellos, su piel morena y dorada, sus labios rojos y sus mejillas rosadas, la andaluza de catorce años, Pepa.
Nuestras madres nos han dicho que vayamos juntos a correr: hemos venido a pasearnos.
Nos han dicho que vayamos a jugar, y hablamos; somos niños de la misma edad, pero no del mismo sexo.
Sin embargo, hace apenas un año corríamos, luchábamos juntos. Me disputaba con Pepita la manzana más bella del manzano; la golpeaba por un nido de pájaro. Ella lloraba; yo decía: «¡Te está bien empleado!». Y ambos íbamos a quejarnos a nuestras madres, que nos reñían en voz alta y nos daban la razón en voz baja.
Ahora ella se apoya en mi brazo, y me siento orgulloso y conmovido. Caminamos lentamente, hablamos en voz baja. Ella deja caer su pañuelo; yo se lo recojo. Nuestras manos tiemblan al tocarse. Ella me habla de los pajaritos, de la estrella que vemos a lo lejos, del ocaso rojo tras los árboles, o bien de sus amigos de pensión, de su vestido y de sus cintas. Decimos cosas inocentes y ambos nos ruborizamos. La pequeña se ha vuelto una jovencita.
Esa tarde —era una tarde de verano—, estábamos bajo los castaños, al fondo del jardín. Después de uno de esos largos silencios que llenaban nuestros paseos, se apartó de repente de mi brazo, y me dijo: «¡Corramos!».
Aún puedo verla, iba vestida de negro, de luto por su abuela. Una idea de niña le pasó por la cabeza, Pepa volvió a ser Pepita, y me dijo: «¡Corramos!».
Se puso a correr delante de mí con su talle fino como el corsé de una abeja y sus pies pequeños que le alzaban hasta media pierna el vestido. Yo la perseguía, ella escapaba; el viento de su carrera levantaba por momentos su esclavina negra y me dejaba ver su espalda morena y fresca.
Yo estaba extasiado. La alcancé cerca del viejo sumidero en ruinas; la tomé por la cintura, usando el derecho de la victoria, e hice que se sentara sobre un banco de hierba; ella no se resistió. Estaba sin aliento, y reía. Yo estaba serio; miraba sus negras pupilas a través de sus pestañas negras.
—Siéntese aquí —me dijo—. Todavía hay luz, leamos algo. ¿Lleva usted un libro?
Yo llevaba conmigo el segundo tomo de los Viajes de Spallanzani. Lo abrí al azar, me acerqué a ella, ella apoyó su hombro contra el mío, y nos pusimos a leer cada uno por su cuenta, en voz baja, la misma página. Antes de pasar a la siguiente, ella siempre tenía que esperarme. Mi inteligencia era menos rápida que la suya.
—¿Ha terminado? —me decía, y yo no había hecho sino comenzar.
Y mientras nuestras cabezas se tocaban y nuestras respiraciones se acercaban poco a poco, nuestras bocas se acercaron, de repente. "



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