Tsugumi (fragmento)Banana Yoshimoto
Tsugumi (fragmento)

"De repente me percaté de que había estado siguiendo con la vista a un hombre que se hallaba en la otra acera. Extrañada, lo miré con mayor atención y reconocí a mi padre. Avanzaba con la misma expresión seria que la gente que tenía a mi lado, cosa que también me extrañó. Sólo le había visto esa cara cuando en casa se quedaba dormido viendo la televisión. Contemplé, absorta, aquella cara, su «otra cara». En ese instante, una chica salió corriendo del edificio donde trabajaba mi padre y lo llamó. Desde donde estaba, podía verlos con todo detalle. La chica llevaba un sobre que debía de contener algún documento. Al oír que lo llamaban, mi padre miró a su alrededor y al ver a la chica dijo algo, probablemente disculpándose, con una sonrisa. Ella se le acercó sin resuello, le alargó el sobre y, devolviéndole la sonrisa, le hizo una discreta reverencia y volvió al edificio. Mi padre se despidió y prosiguió a buen paso su camino hacia la estación de tren con el sobre bajo el brazo. En ese momento el semáforo se puso en verde y la multitud cruzó la calle. Por un instante dudé si seguirlo o no, pero cuando me decidí a hacerlo, ya estaba demasiado lejos y desistí. Me quedé allí clavada, pensando…
Ese episodio, aunque intrascendente, me permitió observar a mi padre en su propio entorno, viviendo la vida que había llevado durante tantos años. Él había pasado en Tokio cada uno de los días que mi madre y yo habíamos pasado en el pueblo, respirando este aire, discutiendo con su mujer, acudiendo al trabajo, haciendo méritos para un ascenso, comiendo y cenando, olvidándose cosas en la oficina, como acababa de ocurrirle, y pensando en lo lejos que nos tenía a nosotras… Aquel pueblo, escenario cotidiano de mi vida y de la de mi madre, para él no debió de ser más que un lugar tranquilo donde pasar el fin de semana. Quizás incluso había contemplado la posibilidad de dejarnos. Sí, pensé, seguro que sí. Aunque nunca nos lo hubiera dicho, seguro que más de una vez le pareció que, a fin de cuentas, no merecía la pena. La verdad es que nuestra situación era tan peculiar que los tres habíamos acabado comportándonos de un modo demasiado solícito, como meros intérpretes del guion de «la típica familia feliz». Inconscientemente, nos esforzábamos en soterrar las emociones más turbias, y éstas iban depositándose en el fondo de nuestro corazón. La vida es una representación, pensé. Puede que «ilusión» tuviera casi el mismo sentido, pero «representación» se me antojaba más acorde con lo que sentía. Esa impresión tuve, en medio de la multitud, aquella tarde. Cada cual tiene que llevar el peso de lo que ha sido en cada momento, un revoltijo de cosas buenas y de cosas no tan buenas, y debe vivir cargando con ese peso a solas. Aunque nos esforcemos por ser agradables con las personas a las que amamos, siempre estamos solos. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com