Las buenas personas (fragmento)Nir Baram
Las buenas personas (fragmento)

"Las rojizas torres de la fortaleza desaparecieron detrás de la arboleda. Unas frías ráfagas de viento mecían ligeramente la hierba y las cañas de la vera del río donde revoloteaban los pájaros y las mariposas en medio de una envolvente calma. Las hojas descompuestas se rompían bajo sus botas al hundirse éstas en la tierra mojada. Sacha aspiraba con placer el aroma de la hierba y la humedad, mientras miraba el río en el que se reflejaban los troncos de los árboles que crecían inclinados sobre el agua como una especie de gigantescas traviesas de vía. Las hojas doradas caían de los árboles y ella alzaba las manos para atraparlas y triturarlas entre los dedos hasta convertirlas en diminutas partículas que se le pegaban a la piel. Avanzó hasta el extremo del bosquecillo. Allí terminaban los árboles y aparecieron ante su vista los retazos de una estepa gris, moteada de los esqueletos negros de los árboles que se ven por todas partes en invierno.
Había empezado a chispear, el llano se extendía allí delante y el dosel de nubes se combó sobre él como una gran cúpula gris. La angustia que había desaparecido mientras estaba en la espesura del bosque volvía ahora a acometerla. Se acordó de los sueños de las últimas noches. En todos y cada uno de ellos aparecía algo relacionado con Vlada y con Kolia: los mellizos cortando con el cuchillo y con una azada un muslo de pollo con la cara de Stepan Kristoforovich, y su madre riñéndoles, «el muslo se coge con la mano»; Podolski y Reznikov royendo el tabique de madera que dividía en dos la habitación de los mellizos; unos circasianos con unos abrigos de oficial parecidos al abrigo de Vlada, pero acribillados a balazos.
A lo lejos, frente a ella, de detrás de unas vallas de alambre de espino, se elevaba una columna de humo negro. Se frotó la cara con las manos enguantadas y los pies se le quedaron apresados en la pegajosa tierra de la llanura. Apenas pudo avanzar unos pocos pasos, porque el barro se le aferraba testarudo a los talones. «El pantano es muy cruel, y a los primeros que se traga es a los miedosos…», solía contar el abuelo cuando hablaba de sus antepasados desaparecidos en las marismas de San Petersburgo. Se detuvo a escuchar su respiración, tan pesada, y se propuso refrenar su desbocada imaginación. Lo que tenía que hacer era mirar hacia el suelo, hacia la tierra, y verla tal y como era. El barro tenía mil y una formas: una lisa arcilla negra, unos charcos con musgo o con hojas descomponiéndose asomando de ellos —en ocasiones podía vadearlos, pero a veces había que cruzar chapoteando por ellos— o era como unas boñigas grisáceas que parecían suaves y tersas como un sombrero de piel aunque en su interior aguardara al acecho la inmundicia. A medida que avanzaba, las viscosas boñigas le pegaban los pies al suelo. "



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