La belleza convulsa (fragmento)Francisco Umbral
La belleza convulsa (fragmento)

"De vuelta en Madrid, el encuentro con la escultura violenta, con la Roma despiezada y femenina, con el mármol clásico y popular de una carne que me espera firme. Vicente Aleixandre, muerto aún no hace un mes, explicó todo esto como “la destrucción o el amor”. Platón había dicho, más o menos, lo mismo: “Amar es afán de engendrar en la belleza.” Y engendrar es destruir una vida para crear otra. (Cuando menos, destruir una perfección.) Hay una violencia como cartaginesa en la manera que tenemos de fornicarnos. La ciudad me torna Príapo de fijeza y media tarde contra el que se desfloran muchachas sucesivas, cuerpos que son el mismo o que son otro, como una mujer deshojándose de sus desnudos en la helada tórrida de enero. La mujer habita el mundo y el hombre sólo es un fantasma mental que vaga dentro de sus propias imaginaciones. Cómo siento esto, con qué aguda punzada de frío, primera saeta del año, cuando la mujer se va o antes de que llegue. Son la patria del hombre, alguien lo dijo, y uno, más que expatriado, ha vivido de apátrida, desde que uno aprendió —ay— a ser yacente y priápico, a dejar que los cuerpos se ensarten en uno, correlativos y tan femeninos, en su hombredad improvisada del estar encima, que ya dijo el poeta que hay mujeres que tienen noches de capitán. Sin tocar costa de mujer, se pierde el barco puramente mental del marinero en tierra que todos somos. O meter el dedo anular en el recto de la muchacha, cuando ella copula sobre nosotros, penetrando esa limpia y cálida fontanería interior del cuerpo hembra, siempre impecable. Pienso que, allá en los primeros tiempos, la mujer fue quien enseñó al hombre a lavarse. Quizá son tan relimpias, sin saberlo, como respuesta a las sucesivas leyendas de impureza —“doce veces impura”— que las religiones y los cabrones han echado contra ellas.
Mientras este fragmento de un romanismo falso y caliente copula contra mí, una niña de trece años, en Addis Abeba, se ha quedado en diez kilos de peso, por el hambre, y como ella hay otras muchas y otros muchos. Es un joven esqueleto donde la muerte ensaya ya su alegoría. ¿Qué sentido tiene estar penetrando un cuerpo rosa y joven mientras otros cuerpos jóvenes se devoran a sí mismos, hasta el espanto? Y lo peor es que el rubor intelectual le veda a uno, ya, cualquier reflexión “humanitarista”. El absurdo de la especie, que todo lo justifica, tampoco puede sustituirse por una explicación hipócrita y sociológica. Todos conocemos las causas y los remedios de este lento y perpetuo crimen de la humanidad contra sí misma. Lo de Caín y Abel, como todas las fábulas religiosas, no es sino la sinopsis aplicada de una situación social que se daba ya en los primeros tiempos. La humanidad se ha alimentado de hambre durante millones de años. Y han sobrevivido mejor los hambrientos que los saciados. La prueba es que los hambrientos son muchos más y tienen mayor genealogía. La bella joven bárbara y yo estamos disfrutando de nuestros cuerpos saciados, restándoles un poco de saciedad ya intolerable, en el esfuerzo de la cópula, pero entre nosotros, o sirviéndonos de lecho, hay una niña negra de Addis Abeba que pesa diez kilos y tiene trece años, que lleva el pelo rapado (porque se lo han cortado o porque no le crece), que viste su desnudez de momia con una bata de lunarcitos que le ha allegado alguna mafia internacional de la caridad.
Trece años, una niña que ya tendría que ser mujer, un esqueleto en el que no ha germinado la flor cálida del sexo, una muerta viva entre nuestros cuerpos muertos y corruptos de felicidad, placer y saturaciones. Los judíos han echado una mano a los negros, pero sólo a los negros judíos, cuidado, y un amigo me cuenta que en Tánger hay negros que tienen por criados a otros negros. Sin duda, esa servidumbre les blanquea, a ellos, los ricos. Basta con caer de los techos artesonados del orgasmo, basta con quedarse como estatuas dobles y yacentes, cuando las sábanas empiezan a marmolizarse, para comprender que estamos rodeados de niñas esqueletas (ahora que la niña negra se ha ido), que follamos en un mundo de cadáveres indignados que es más historia que mundo y más sueño que historia. Distanciados y saciados, la joven y nutrida ruina romana me coge, naturalmente, una mano. "



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