Amistades literarias (fragmento)Ford Madox Ford
Amistades literarias (fragmento)

"En mi opinión, mi vida está glorificada sólo porque puedo afirmar que una vez le ofrecí a ese coloso de pelo cano, barba blanca y evidente hermosura… una silla. Él tenía una estatura inmensa, a pesar del hecho de que sus piernas –aunque yo no recuerdo el hecho– eran consideradas desproporcionadamente cortas. Pero ello le daba el aspecto, cuando estaba sentado –porque su tronco era por naturaleza largo de un modo proporcionado-desproporcionado–, de ser algo de volumen impresionantemente fabuloso.
Fue bastante significativo que yo no sintiese algún tipo de resquemor en presencia del bello genio, a pesar de que, por muy corto de piernas que fuese, no debo haberle llegado mucho más arriba de las rodillas. Ciertamente tuve el pálpito de que debía proceder de entre las rusalki y otras extrañas apariciones que se bambolean de árbol en árbol o se ciernen en las profundas sombras de los bosques rusos, y que sólo consiguen ser ahuyentadas haciendo el signo de la cruz a la elaborada manera rusa. Pero me concentré únicamente en una sonrisa singular, compasiva, que todavía me parece que emerge de las páginas de sus libros cuando los releo –cosa que hago constantemente, siempre con un renovado sentido de sorpresa–. Percibí por instinto que me hallaba ante un ser que sólo podía demostrar compasión hacia algo que fuese muy joven, pequeño e inofensivo. Corría 1881. Él tenía 63 años.
Pero la verdad es que no debo haber quedado tan intimidado, pues pronuncié, con voz aguda, chillona, y absoluta compostura, las siguientes palabras: «¿Acaso no tomarían asiento usted y su amigo, señor Ralston?».
El señor Ralston, primer traductor de Turguenev, casi el único amigo inglés con el cual tenía alguna cercanía intelectual –y el único extranjero que alguna vez lo visitó en Spasskoye–, era un hombre alto, canoso, de barba blanca, exactamente igual a Turguenev. Pero a pesar de que era íntimo amigo de mi familia –razón por la que se presentó con Turguenev en casa–, y aunque noche tras noche él mismo me había contado los cuentos de hadas de Krylof, que es como llegué a tener noción de la rusalka con pelo verde que salta de árbol en árbol y de los otros seres que evoco en calidad de domvostvoi y que se presentan haciendo crujir las paredes de madera y las vigas de los cobertizos alrededor tuyo… Ah, y por supuesto el Gato de la Casa que se tragó la procesión de la boda y la procesión fúnebre y el sol y la luna y las estrellas; y aquel espantoso cordero que enseñaba los dientes justo al lado de tu cara y decía cosas horribles… Pero aun así, digo, pese a haberme sentado sobre las rodillas del señor Ralston noche tras noche, tragándome las faltas de aire, Ralston se me aparece ahora como la más simple de las sombras pálidas al lado de la reluciente figura del autor de las Memorias de un cazador. Tal vez fuese un hecho meramente físico, pues el pelo de Ralston, blanco como era, alcanzaba cierta cualidad azulosa en la oscuridad, mientras que el de Turguenev tenía ese brillo aleonado que se puede ver en la espuma de los estuarios con marea. O puede haber sido porque la sombra de su suicidio venidero –a raíz de las más absurdas razones de desgracia y timidez que yo haya oído tras una fantástica cause célebre– ya se cernía sobre Ralston.
En cualquier caso, ahí estaba yo, solo al interior del taller de mi abuelo en la gran casa que alguna vez habitó el coronel Newcome de Thackeray –quien, debo decirlo, podría haberse parecido por igual a Ralston o a Turguenev–. Y vuelvo a mí mismo siendo un niño muy pequeño, vestido con un delantal azul, con largos rizos dorado pálido –como correspondía a un infante prerrafaelita– sosteniéndome en puntillas para apreciar a unos pichones que recién habían nacido en la jaula de palomas de mi abuela. Ésta disponía, por así decirlo, de un compartimiento privado para los niños. Y de pronto me doy cuenta de que estoy cercado y sobrepasado por aquellos dos gigantes, que observaban a las rosadas pequeñeces palpitantes con una curiosidad y un entusiasmo incluso mayores de los que yo mismo demostraba. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com