La máquina de pensar en Gladys (fragmento)Mario Levrero
La máquina de pensar en Gladys (fragmento)

"Muchas veces, especialmente durante los primeros tiempos (cuando creía que con la mudanza comenzaba a encauzarme por los caminos de mi independencia y en las noches propicias contemplaba fascinado, a través del estrecho rectángulo de la ventanita ubicada por encima del ropero, el paso de la luna —la que en escasas oportunidades podía observar desde la cama, en una cómoda posición horizontal, y entonces me dormía bañado por esa luz espesa y lechosa, y soñaba con escaleras de caracol, con mujeres desnudas y con plantíos de repollos; las más de las veces, sin embargo, para conseguirlo debía, trasladando la pequeña mesa y colocando sobre ella el banquito de madera, trepar hasta el techo del ropero y a menudo asomar incluso un poco la cabeza por la ventanita—, y aún no me había enterado por medio de penosas experiencias —por ejemplo, la de la noche en que me encontraba dibujando unos garabatos sin sentido y noté en forma subconsciente ese pequeño bulto oscuro que se aproximaba, viéndolo con el rabillo del ojo pero no creyéndolo del todo, y al pasar la percepción al plano consciente me sentí horrorizado porque se trataba de una araña de impresionante diámetro, y me vi obligado, con repulsión y hasta con sentimientos de culpa, a aplastarla con uno de los extremos de la regla T que tenía colgada, sin otro fin hasta ese momento que el decorativo, de un clavo en la pared; sentí el crujido y la sensación posterior de cosa blanda y el pequeño cuerpo se contrajo pero no tuve tiempo de reponerme porque por debajo de la puerta de la derecha, que comunica con una pieza vecina, se filtraba un escuadrón de similares arácnidos, en formación en V, que avanzaba hacia mí, obligándome a hacer de tripas corazón y a aplicar para cada uno de los treinta y seis ejemplares el mismo procedimiento de la regla T, lo que me llevó casi a un extremo de locura y me dejó en un estado más allá de la náusea y el vómito, y al día siguiente, cuando regresé a mi pieza después de pasar la noche fuera, vagando, buscando fuerzas para volver y enfrentar a los 37 cadáveres, encontré que me estaba esperando el vecino, un japonés, quien explicó que sus arañas eran mansas, que estaban adiestradas, que se le habían escapado en un descuido del frasco en que las guardaba y que se habían trasladado a mi pieza no en son de batalla como yo había supuesto sino en busca de público ante quien lucir las habilidades prodigiosas y acrobáticas que él pacientemente a través de años de trabajo les había inculcado, y tratándome de asesino y de monstruo, a lo que debí alegar ignorancia y miedo como justificación de mi vandálico acto y comprometerme, para tranquilizarlo, a acompañarle a futuras excursiones campo afuera entre húmedos pastizales en busca de ejemplares nuevos, a fin de que pudiera completar una cifra aceptable destinada a formar otro plantel—, de la existencia de tales vecinos, de los que para hacer justicia debo decir que el japonés no es el que me procura peores dolores de cabeza, empalideciendo en ese sentido ante el científico, por ejemplo —que consiguió, sin la participación del macho humano, excitando un óvulo con electricidad, ese feto anormalmente grande y adulto que vive en un bollón de vidrio desde hace más de cuatro años y aún no ha nacido oficialmente, y a quien, partiendo del supuesto de que al nacer, dentro de un par de años, podrá comprobarse que está dotado de nuevos y anhelados poderes sensoriales, inculca diaria e infatigablemente a través de minuciosas lecturas en voz alta que incluyen entre otras cosas poesía, matemáticas, filosofía e historia, un conocimiento y una sensibilidad muy superiores a los habituales con el fin de que aproveche sus facultades extraordinarias en bien de la humanidad, una especie de nuevo Cristo, según dice el sabio, que remueva las conciencias muertas de los individuos que masivamente en todas partes del globo marchan enceguecidos hacia la total automatización, y yo, por deber moral, debo colaborar tanto en las lecturas, suplantando al científico cuando sus ojos ya no resisten, como en la cuidadosa alimentación del feto a determinadas horas, bombeando el alimento líquido, balanceado, con un aparato a propósito, a través del cordón umbilical mitad natural y mitad plástico—, o ante la vieja espía —que vive en una pieza situada en un piso más arriba del que habito, quien, y no de mala fe o con fines utilitarios sino por simple curiosidad, nacida muy probablemente de su origen pueblerino, lleva un control estricto de, si no todos, al menos una gran mayoría de los movimientos de los pensionistas, logrando sus informes mediante la extorsión, aplicada en base a datos anteriormente recogidos, y su fabulosa red de micrófonos, cables, grabadores, trasmisores y los más modernos elementos de la técnica, disimulados hábilmente, a veces en un macetita de nomeolvides o una perchita tipo «pulpo» prendida a los azulejos del cuarto de baño, empleando para el trabajo simple de espionaje directo, o el más complejo, de carácter técnico, de instalación y control de los aparatos, a un equipo de agentes especiales que nos incluye prácticamente a todos, o ante el vecino de enfrente, que me ha enredado, conquistándome en primera instancia con algunos paquetes de cigarrillos con filtro que consigue de contrabando, en esa historia de amores clandestinos con la exuberante rubia, trayéndola periódicamente, mucho más a menudo de lo que yo quisiera, a mi pieza, de la que por ende soy desalojado ipso facto, debiendo rondar por callejas y cafetines y golpear con los nudillos en mi propia puerta antes de entrar, lo que me provoca distintos estados emocionales muy perjudiciales para mis nervios, sumándose otros sentimientos, especialmente de nuevo el de culpa, porque pienso en su mujer, noble, bonita y sacrificada, a quien creo que contribuyo a dañar con esta complicidad, de la que aún ignoro la forma exacta que adquirí el compromiso, si bien todo comenzó como una gauchada de hombre a hombre sellada con un guiño particular que no quise demostrar que no comprendía ni aprobaba, y de la que no sospeché que se transformaría en algo periódico y casi ritual. "


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