Los nacionales (fragmento)Francisco García Pavón
Los nacionales (fragmento)

"Aquel convento de los años cuarenta olía a cocido frío. En el anchísimo patio sólo había tres o cuatro árboles resecos y doblados, como si les doliera el riñón. Y en el portal, casi siempre se encontraba a un frailecillo tímido, que andaba muy deprisa, hacía reverencias a todo el que entraba, pero no se detenía con nadie.
Sobre el descanso de la escalera que llevaba a la clausura, encima del cuadro de la Virgen, había una luz naranja que no se apagaba jamás. Por la puerta entreabierta del refectorio, se veía a todas horas la mesa larguísima, con servilletas azules enrolladas dentro de los vasos. Y en la celda del padre paralítico, sonaba la radio hasta la madrugada.
Se celebraba el santo del Prior en la galería de los ventanales altos, que daban al corral. Allí colocaban muchas sillas en fila, como en las iglesias, para que se acomodaran los felicitadores que venían de asiento. Y el padre Prior, como era tan sencillo, en vez de sentarse en un solemne sillón que había al fondo, andaba de un lado para otro, con el cigarro en la boca y la sonrisa inapeable, recogiendo las felicitaciones y regalos que le traían las señoras y señoritas del pueblo.
A las horas punta del santo día del Prior, las mujeres que llevaban presentes modestos esperaban cohibidas en los rincones, con el paquetillo o la perdiz muerta clavada en el pecho, hasta que la ricachona de turno entregase al padre la caja grande, envuelta en papeles de seda, que le porteaba la criada. Y las que no traían más regalo que su felicitación y el beso para el escapulario, con la sonrisa mendigante, aguardaban sentadas en la última fila a que el homenajeado las mirase y les diera turno.
El padre Prior, sin apearse aquella sonrisa de santo complacido, recibía los presentes —que en seguida pasaba a un lego encorvado— alzando los brazos, si el donante era de mucha amistad; echándole la mano, si sólo era señor conocido; y ofreciendo el escapulario a las mujeronas que zureaban sumisas. Para demostrar que cuanto le decían le hacía muchísima gracia, sacaba una risa con pedorretas, y meneo de cabeza muy expresivo. Y creyéndole de verdad tan contento como parecía, siempre comentaba alguna: «Qué alegre es el padre. Un verdadero bendito de Dios». "



El Poder de la Palabra
epdlp.com