El padre Sergio (fragmento)León Tolstoi
El padre Sergio (fragmento)

"Descolgó el candil, encendió una vela y, haciendo ante la mujer una profunda reverencia, pasó al cuartucho que había al otro lado de un tabique de madera. Arrastró algún objeto hacia la puerta. Al oírlo, se dijo la mujer, sonriendo: «Probablemente asegura la puerta para que yo no pueda entrar». Se quitó el abrigo de blancas pieles, el gorro, al que se le habían pegado algunos cabellos, y el pañuelito de punto que llevaba debajo del gorro. No estaba empapada, y si lo dijo cuando estaba junto a la ventana, fue sólo como pretexto para que la dejara entrar. Pero frente al umbral había metido en un charco el pie izquierdo, hasta la pantorrilla, y tenía lleno de agua el zapato y la bota de goma que llevaba encima. Se sentó en el camastro del padre Sergio —una tabla cubierta únicamente con una estera— y empezó a descalzarse. Aquella pequeña celda le pareció encantadora. Mediría unos ocho pies de ancho por unos diez u once de largo. Estaba limpia como un cristal. No había en ella más que el camastro donde la mujer se hallaba sentada, y encima un estante con libros. En un rincón había un atril. En la puerta, colgado de unos clavos, un abrigo y una sotana. Sobre el atril, la imagen de Jesucristo con la corona de espinas, y un candil. Se notaba un olor raro de aceite, a sudor y a tierra. Pero todo le parecía agradable. Incluso el olor.
Los pies mojados, sobre todo el izquierdo, le dolían, y se puso a descalzarse apresuradamente sin dejar de sonreír, contenta no tanto de haber logrado lo que se proponía, sino de haber visto que había conturbado al padre Sergio, a ese hombre magnífico, sorprendente, raro y atractivo. «No ha correspondido… ¡Qué más da!», se dijo para sí.
—¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! Es así cómo le llaman, ¿verdad?
—¿Qué quiere usted? —le respondió una voz tranquila.
—Por favor, perdóneme que haya roto su soledad. Pero créame, no he podido evitarlo. Me habría puesto enferma. No sé lo que me va a pasar. Estoy empapada. Tengo los pies hechos un témpano.
—Perdóneme —respondió la voz sosegada—, nada puedo hacer por usted.
—Por nada del mundo le habría incomodado. Me quedaré sólo hasta el amanecer.
El padre Sergio no respondió, y la mujer oyó un leve balbuceo. «Por lo visto reza», se dijo.
—No entrará usted aquí, ¿verdad? —preguntó sonriéndose—. He de quitarme la ropa para secarla.
El padre Sergio no respondió y continuó rezando sus oraciones al otro lado del tabique con la misma voz reposada.
«Este sí es un verdadero hombre», pensó ella tirando con dificultad de la bota mojada. Por más que tiraba, no podía quitársela y esto le hizo gracia. Se rió muy bajito, pero sabía que él oía su risa y que esta risa influía en él tal como ella deseaba. Se rió más fuerte, y aquella risa alegre, natural y bondadosa influyó realmente sobre el padre Sergio tal como ella había deseado.
«A un hombre como éste se le puede amar. ¡Qué ojos los suyos! ¡Y qué rostro más abierto, más noble y más apasionado!, por muchas que sean las oraciones que rece —pensó ella—. Las mujeres no nos engañamos. Tan pronto acercó su rostro al cristal y me vio, lo comprendí y lo supe. Lo leí en el brillo de sus ojos. Me amó, me deseó. Sí, me deseó», decía sacando, por fin, zapato y bota y quitándose luego las medias. Para quitarse aquellas largas medias prendidas en elásticos, tenía que levantarse la falda. Sintió vergüenza y dijo:
—No entre.
Pero del otro lado del tabique no llegó respuesta alguna. Seguía oyéndose el acompasado murmullo, al que se añadió el ruido de unos movimientos. «Se inclina hasta poner la frente en el suelo, no hay duda —pensó ella—; pero de nada le servirá —musitó—. Piensa en mí. Como pienso yo en él. Piensa en estas piernas mías», dijo quitándose las medias mojadas y recogiendo las desnudas piernas sobre el camastro. Permaneció sentada unos momentos, abrazándose las rodillas en actitud pensativa. «¡Cuánta soledad, cuánto silencio! Nadie sabría nunca…». Abrió la estufa y puso las medias a secar. Después, pisando levemente el suelo con sus pies descalzos, volvió al camastro, donde se sentó otra vez con las piernas recogidas. Al otro lado del tabique no se oía ni el más leve ruido. Makovkina consultó el diminuto reloj que le pendía del cuello. Eran las dos de la madrugada. «Mis amigos han de venir a buscarme a eso de las tres». Tenía a su disposición una hora escasa. "



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