Carta de una desconocida (fragmento)Stefan Zweig
Carta de una desconocida (fragmento)

"¿Es necesario que te cuente qué fue lo primero que hice cuando llegué a Viena —¡por fin! ¡por fin!— una noche neblinosa de otoño? Después de dejar las maletas en la estación, me apresuré a coger un tranvía —qué lento me pareció que iba; cada parada me sacaba de quicio— y fui corriendo hasta delante de nuestra casa. Las ventanas de tu piso estaban iluminadas, todo mi corazón retumbaba. No fue hasta entonces que la ciudad, que me había dado la bienvenida de una manera que había hecho sentirme extraña y absurda, revivió de nuevo. Fue entonces cuando sentí que estaba recobrando la vida porque sabía que te tenía cerca, a ti, mi eterno sueño. Ni se me ocurría pensar que tu conciencia pudiera estar muy lejos, más allá de lagos, valles y montañas, cuando sólo quedaba el cristal iluminado de tu ventana entre tú y mi mirada centelleante. Yo sólo miraba y miraba hacia arriba: había luz, allí estaba tu casa, allí estabas tú, allí estaba mi mundo. Dos años había estado deseando aquel momento y ahora se me había concedido. Estuve muchas horas delante de tus ventanas en aquella suave noche neblinosa, hasta que se apagó la luz. Entonces me fui a casa.
Cada noche esperaba delante de tu casa. A las seis salía del trabajo en la tienda, un trabajo duro y que requería mucho sacrificio, pero me parecía bien, ya que este esfuerzo me ayudaba a no sentir tanto dolor por ti. De modo que, después que bajaran las estridentes persianas metálicas, corría hacia mi amado objetivo. Verte una vez, encontrarte una sola vez, ése era mi único anhelo, poder envolver tu rostro con mi mirada una vez más. Sucedió al cabo de una semana, más o menos. Me crucé contigo precisamente cuando no lo esperaba: mientras miraba hacia arriba, hacia tu ventana, tú cruzabas la calle. De repente volví a ser esa niña de trece años que sentía cómo la sangre le sonrojaba las mejillas. Involuntariamente, contra el impulso más profundo de querer sentir tus ojos, bajé la cabeza al pasar por tu lado y me puse a andar rápida como un rayo. Después me arrepentí de aquella huida miedosa de colegiala, porque entonces sabía claramente lo que quería: encontrarte. Te buscaba y estaba segura de que me reconocerías después de todos aquellos malditos años de nostalgia. Quería que me hicieses caso, que me quisieras.
Pero no te diste cuenta de mi presencia, ni mucho menos, aunque estaba cada noche en tu calle, tanto si nevaba como si soplaba ese viento vienés que parece que te corta al pasar. A menudo esperaba muchas horas en vano, algunas veces salías al fin de casa, casi siempre acompañado; dos veces te vi en compañía de mujeres y fue entonces cuando comprendí que ya era adulta. Noté la diferencia entre mis sentimientos hacia ti porque el corazón se me encogía y el alma se me partía cuando veía a una mujer desconocida caminando muy segura de sí misma cogida de tu brazo. No me sorprendía. Yo ya conocía de antes tus inacabables visitas femeninas, pero de pronto, sin saber cómo, el dolor que aquello me provocaba era físico. Algo se tensaba dentro de mí y sentía a la vez hostilidad e interés por esa complicidad carnal manifestada con otra. Un día decidí no ir a tu casa, orgullosa igual que una niña, como era yo todavía y como quizás aún no he dejado de ser. ¡Qué terrible fue esa noche vacía, tan llena de obstinación y rebeldía! Al día siguiente estaba de nuevo delante de tu casa humildemente, esperando mi destino como he esperado durante toda mi vida delante de tu vida cerrada.
Pero una noche, por fin, te diste cuenta. Te había visto venir a lo lejos y me obligué a no esquivarte. La casualidad quiso que un camión que estaba descargando dejara poco espacio en la calle y tuviste que pasar tan cerca de mí que me rozaste. Tu mirada distraída me acarició sin quererlo y en el acto, en cuanto se encontró con la atención de mis ojos, se convirtió en aquella manera tuya de mirar a las mujeres —cómo me estremecieron los viejos recuerdos—, esa mirada tierna que te envuelve y a la vez te desnuda, que te rodea y casi te toca, la misma que una vez había despertado en mí a la mujer y a la amante. Tu mirada, de la que yo no podía ni quería deshacerme, aguantó la mía uno o dos segundos, y luego continuaste adelante. El corazón me latía con fuerza, me vi obligada a ralentizar el paso y, cuando me di la vuelta por un impulso que no se dejaba reprimir, vi que te habías detenido a mirarme. Y por la forma en que me observabas, una mezcla de curiosidad e interés, lo supe enseguida: no me habías reconocido.
No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido. ¿Cómo te puedo describir, querido, la decepción de aquel instante? Por primera vez fui consciente de estar predestinada a que no me reconocieras durante toda mi vida, esa vida con la que ahora estoy acabando; desconocida para ti, aún no sabes quién soy. ¡Cómo puedo describirte esta decepción! Porque, verás, los dos años que estuve en Innsbruck, cuando pensaba en ti a todas horas y no hacía otra cosa que imaginarme nuestro primer reencuentro en Viena, había soñado muchas veces tanto con las posibilidades más salvajes como con las más espirituales, según mi estado de ánimo. Lo había planeado todo, si me permites decírtelo así. En los momentos más tristes me había imaginado que me despreciarías, que me rechazarías por ser demasiado poco para ti, demasiado fea o demasiado melosa. Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia, todas me las había representado en visiones apasionadas, pero justamente ésta no me había arriesgado a considerarla ni en mis momentos más pesimistas, ni en los momentos en que tenía la conciencia más extrema de mi inferioridad, porque esto era lo peor que podía suceder: que no me reconocieras en absoluto. Ahora sí, ahora ya entiendo —¡ah, a comprender las cosas sí me has enseñado!— que la cara de una chica, de una mujer, resulta terriblemente cambiante para un hombre, porque no suele ser sino el reflejo de una pasión o de una ingenuidad o de una fatiga, que se borra tan fácilmente como la imagen de un espejo. Y un hombre puede olvidar rápidamente el rostro de una mujer, porque la edad que en ella se refleja cambia según si hay sol o sombra y según la forma de vestirse de un día para otro. Los que se resignan, éstos son los auténticos sabios. Pero yo, la chica de entonces, aún no podía entender tu mala memoria, porque de tanto ocuparme de ti, desmesuradamente, sin cesar, de alguna forma me había ido haciendo ilusiones de que tú también debías de haber estado pensando en mí y esperándome. ¡Cómo hubiese podido siquiera respirar si hubiese tenido la certeza de no significar nada para ti, de que ningún recuerdo mío te pasaba nunca, aunque fuese ligeramente, por la cabeza! Y ese destello de tu mirada que demostraba que ya no me conocías de nada, que ni un hilo de recuerdo de tu vida llegaba hasta la mía, fue la primera caída en la dura realidad, la primera señal de mi destino. "



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