La charca (fragmento)Manuel Zeno Gandía
La charca (fragmento)

"Con frecuencia, los grandes choques de meteoros resolvían en lluvia sus conflictos, y entonces descendía caudal de espesos aguaceros que sonaban al chocar con los bosques y rugían al despeñarse por los montes, formando torrentes y turbulentos desagües.
Juan del Salto, recluido por el tiempo, estaba en su escritorio entre un mar de papeles. De uno de los encasillados del mueble había sacado un legajo que ataba una cinta elástica. Eran las cartas de su hijo.
Una o dos veces al mes cruzábanse aquellas cartas, trasegando entre Juan y Jacobo del Salto ternezas e intimidades.
Jacobo, ausente de la colonia, estudiaba leyes en la capital de España. Entonces tenía ya veinticuatro años, hallándose en el último curso de la facultad.
Juan recordaba de su Jacobo al niño vivo, dispuesto, de mirada inteligente, de juicio robusto. Poco a poco, en el curso de los años, fue siguiendo en sus cartas los progresos que operaba en su hijo la cultura del gran centro. Jacobo tenía talento: sus cartas denunciaban la desenvoltura que el cultivo realizaba en sus facultades innatas y los avances conseguidos por el estudio.
Juan estaba contento, tenía fe en lo porvenir del amado ausente, porvenir sólidamente fundado en la fortuna que para él amasaba y en la brillantez de su espíritu cultivado y una inteligencia superior.
Sacó del legajo la última carta recibida para releerla con el alma abierta a la ternura.
En aquella carta, como siempre, lo primero era el culto filial. Jacobo ansiaba el momento de fundirse con arrebatos de loco placer en los paternos brazos. Era amor de niño saturado de sentimentalismos de adolescente, era un cariño intenso, vivísimo, como un rayo de sol reflejado en un espejo.
Después, venía el suelo nativo: en todas sus cartas derramaba la miel de ese otro cariño. Un fanatismo, un culto, una adoración que le inundaba de dulzura. Él, de colonia, recordaba algo… Recuerdos indecisos, de limitados puntos que no tenían enlace, impresiones inciertas, lo más culminante: las palmas, las vastas llanuras de cañaverales, los undosos ríos, el interior de la casa paterna en día de sol. Aparte de eso tenía a su patria impresa en sus ensueños: la soñaba más que la conocía. La consideraba a través del prisma de su alma romántica. Una tierra gentil, espléndida mejor que ninguna… La Naturaleza, entonando himnos de eterna poesía; el suelo, en la copiosa dehiscencia de inagotable riqueza; los seres, gozando del privilegio de tanta dicha. Todo desde la distancia lo veía embellecido por el ensueño.
A impulso del afecto, habíase creado una patria ideal, y a ella iban todas sus aspiraciones, todos sus deseos.
Juan, cuando contestaba sus cartas, templaba con prudencia aquellos idealismos. Aunque ausente el hijo, y ya hombre, consideraba que su sensata misión de padre no había terminado. Debía prepararle para los derrumbamientos de la realidad, y con sumo tacto, sin herir sus optimismos, le enviaba perfiles de la colonia, encargándole gran cordura para formar convicciones. Y al contestar Jacobo dejaba entrever las alternativas de su ánimo. Primero, la sorpresa; después, la duda; más tarde, el desencanto. La palabra escrita de Juan era para Jacobo prueba plena, le creía con fe absoluta; pero luchaba antes de resolverse a abandonar una ilusión. "



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