K. (fragmento)Roberto Calasso
K. (fragmento)

"Sus palabras se tensan entonces en una última arcada. Dice que desde hacía años esperaba aquella escena de la carta. Parece como si todo aquello que ha sucedido entre padre e hijo se condensase en esa carta. Hasta el amigo de San Petersburgo estaba al tanto de todo. El hijo tiene un último sobresalto: «¿De modo que me has espiado?» Pero nada puede frenar al padre, que se acerca al momento de la condena: «Por eso ahora escúchame bien: ¡te condeno a morir ahogado!» De pie sobre la cama, en camisón, con los cabellos blancos cayéndole sobre la boca desdentada, el padre ha emitido su condena. El hijo se siente expulsado de la habitación. Sólo le preocupa dejar pasar el tiempo más breve entre la condena y su ejecución. Así, se tira al río con un gesto propio «del excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus años juveniles». Nunca la narración de una muerte había parecido tan irracional, nunca tan bien preparada y demostrada como un teorema. La desproporción es un compás abierto hasta el punto de aplanarse sobre el papel. Sobre ese mismo papel se escribiría, en un progresivo palimpsesto, la entera obra de Kafka.
La novela del siglo XIX había provocado un desvelamiento gradual de los horrores familiares y conyugales, hasta el calor blanco de Strindberg («el enorme Strindberg», que Kafka leía «no para leerlo sino para descansar en su pecho»). Las escenas se vuelven cada vez más vergonzantes y cada vez más cómicas. Pero aquí se trata de un padre que, de pie sobre la cama, en camisón, pronuncia la condena a muerte de su hijo (precisando: «ahogado»); y de un hijo que se precipita a cumplir la condena con agilidad reivindicando, un instante antes de desaparecer en el río, el amor que lo une a sus padres, de la misma forma en que un subversivo declara su fe revolucionaria frente al pelotón de fusilamiento. Sólo que aquí la revolución es el pelotón mismo: la psicología, a pesar de su envenenamiento, nunca se había atrevido a llegar tan lejos. Se puede suponer que, llegados a este punto, la historia navegue más allá, hacia una zona en la que la relación entre las imágenes y aquello que acontece queda gravemente descompuesta y ya no pueda volver a ser la de antes.
La mañana siguiente de haber escrito La condena, Kafka entró «temblando» en la habitación de sus hermanas y les leyó el relato. Una de las hermanas dijo: «"El apartamento (en la historia) es muy parecido al nuestro." Yo me asombré de cómo malentendía la distribución de los lugares y dije: "Pero entonces nuestro padre tendría que vivir en el retrete."» Ese mismo día, recordando la noche de La condena, pensó, entre otras cosas, «naturalmente en Freud». "



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