Nuestra Señora de las Flores (fragmento)Jean Genet
Nuestra Señora de las Flores (fragmento)

"Estaba claro. Recibió sus cien francos y siguió a Divina hasta el sotabanco. Los negros no tienen edad. La señorita Adeline sabría enseñarnos que, si quieren contar, se arman un lío con las cuentas, pues saben muy bien que nacieron en la época de una epidemia de hambre, de la muerte de tres jaguares, de la floración de los almendros, y estas circunstancias, mezcladas con números, permiten el extravío. Gorgui, nuestro negro, era vivaz y vigoroso. Con un movimiento de caderas hacía vibrar la habitación, como Village, el asesino negro, hacía con su celda, en la cárcel. He querido encontrar de nuevo, en ésta, donde hoy escribo, el olor de carroña que el negro de orgulloso aroma esparcía y gracias a él puedo algo mejor infundir vida a Seck Gorgui. Ya he dicho cuánto me gustan los olores. Los fuertes olores de la tierra, de las letrinas, de las caderas de los árabes y, sobre todo, el olor de mis pedos, que no es el de mi mierda, olor detestado, hasta tal punto que aun aquí me hundo bajo las mantas y recojo con la mano doblada en cucurucho mis pedos aplastados que me llevo a la nariz. Me franquean tesoros enterrados, de felicidad. Aspiro. Olfateo. Los siento, casi sólidos, bajarme por las narices. Pero sólo me encanta el olor de mis pedos, y los del chico más guapo me dan horror, me basta incluso con tener la duda de que el olor venga de mí o de otro para que ya no lo aprecie. Así, cuando lo conocí, Clément Village llenaba la celda con un olor más fuerte que la muerte. La soledad es dulce. Es amarga. Suele pensarse que la cabeza tiene que vaciarse, cuando se está solo, de cuanto registró en el pasado, usura precursora de purificación, pero ya comprendéis, al leerme, que no es cierto. Yo estaba exasperado. El negro me curó algo. Parecía que su extraordinaria potencia sexual era suficiente para calmarme. Era fuerte como el mar. Su irradiación descansaba más que un medicamento. Su presencia era como un conjuro. Yo dormía.
Entre los dedos, daba vueltas a un soldado cuyos ojos no son ya más que dos calderones dibujados por mi pluma en su liso rostro sonrosado; no puedo ya encontrarme con ningún soldado azul de azur sin verlo acostado sobre el pecho del negro y sin que en el acto me dé dentera el olor de gasolina que, junto con el suyo, hacía apestar la celda. Era en otra prisión de Francia, donde los corredores, tan largos como los de los palacios reales, con sus líneas rectas, edificaban y tejían geometrías por donde se deslizaban, minúsculos en comparación con la escala de los corredores, sobre zapatillas de fieltro, prisioneros retorcidos. Al pasar ante cada puerta, leía yo una etiqueta que indicaba la categoría de su ocupante. En las primeras ponía: «Reclusión», en las siguientes: «Confinamiento», en otras: «T. F.». Al llegar aquí, recibí como un choque. El presidio se materializaba ante mi vista. Dejando de ser verbo, se hacía carne. No llegué nunca al extremo del corredor, pues me parecía que estaba al fin del mundo, al fin de todo, sin embargo, me hacía señas, emitía llamadas que me llegaban, y seguramente iré también hasta el extremo del corredor. Creo, aunque sepa que es falso, que en las puertas se lee: «Muerte» o quizá, lo que es más grave: «Pena capital». "



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