Escenas de la vida bohemia (fragmento)Henri Murger
Escenas de la vida bohemia (fragmento)

"Pero, antes que nada, Rodolphe, por amor a la humanidad y para mayor gloria de L’Écharpe d’Iris y de Le Castor, vuelva a empuñar las riendas del buen gusto, que ha soltado durante todo este sufrimiento suyo egoísta, porque, en caso contrario, pueden pasar cosas horribles de las que será responsable. Volveríamos a las mangas de jamón, a los pantalones de trampilla y veríamos cómo se ponían un día de moda sombreros que enojasen al universo y atrajesen la cólera del cielo.
Y ahora ha llegado el momento de referir los amores de nuestro amigo Rodolphe con la señorita Lucile, conocida por señorita Mimi. Fue en el curso de sus veinticuatro años cuando esa pasión, que tanto influyó en su vida, prendió repentinamente en el corazón de Rodolphe. En la época en que conoció a Mimi, Rodolphe llevaba esa existencia accidentada y fantasiosa que hemos intentado describir en las escenas anteriores. Era desde luego uno de los muertos de hambre más alegres del país de bohemia. Y, cuando un día había hecho una mala cena y una gracia bien aliñada, pisaba más ufano por esos adoquines que tantas veces habían estado a punto de hacerle las veces de domicilio, más ufano con aquel frac negro que pedía clemencia por todas las costuras que un emperador romano con la túnica de púrpura. En el cenáculo en el que vivía Rodolphe solía considerarse el amor, debido a una afectación bastante corriente en algunos jóvenes, como objeto de lujo y motivo de mofa. Gustave Colline, que tenía una relación ya antigua con una chaquetera que, por su culpa, se quedó contrahecha de cuerpo y de pensamiento a fuerza de copiar día y noche los manuscritos de sus obras filosóficas, aseguraba que el amor era algo así como una purga que convenía tomar al comienzo de cada estación para dar salida a los humores. Entre todos aquellos escépticos fingidos, Rodolphe era el único que se atrevía a hablar con cierta reverencia del amor; y, cuando, por desgracia, le dejaban pulsar esa cuerda, podía pasarse una hora zureando elegías acerca de la dicha de que te amen, el azul del apacible lago, la canción de la brisa, el concierto de las estrellas, etc, etc. Por esta manía le había puesto Schaunard el mote de «la armónica». También a Marcel se le ocurrió un día, al respecto, una expresión muy atinada y lo llamó, aludiendo tanto a las parrafadas sentimentales y germánicas de Rodolphe cuanto a su calva precoz, «nomeolvides calvo». La verdad verdadera era la siguiente: Rodolphe creía muy en serio por aquel entonces que ya había terminado con cuanto tuviera que ver con la juventud y con el amor y le cantaba con insolencia el De profundis a su corazón, al que creía muerto, siendo así que no estaba sino quieto, pero presto a despertar, pero fácil para la alegría y más tierno que nunca ante todos esos amados dolores que ya no esperaba y que ahora lo desesperaban. Fue usted quien lo quiso, ¡oh, Rodolphe!, y no lo compadeceremos porque ese mal que padece es uno de los más envidiables, sobre todo para quien sabe que está curado de él para siempre. "



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