La muerte y la muerte de Quincas (fragmento)Jorge Amado
La muerte y la muerte de Quincas (fragmento)

"En los barquitos pesqueros de velas arriadas, los hom­bres del reino de Iemanjá (Divinidad femenina del mar), los bronceados marineros, no escondían su decepcionada sorpresa. ¿Cómo había podido ocurrir esa muerte en un cuarto del Tablón, cómo había ido el "viejo marinero" a morir en una casa? ¿Acaso Quincas Berro Dágua no había proclamado tantas veces perentoria­mente, con voz y tono capaces de convencer al más incrédu­lo, que jamás moriría en tierra, que sólo había un túmulo digno de un atorrante como él: el mar bañado por la luna, las aguas sin fin?
Cuando, invitado de honor, se encontraba en la po­pa de un barco pesquero, ante una cazuela sensacional, mientras las cacerolas de barro dejaban escapar una huma­reda perfumada y la botella de aguardiente pasaba de mano en mano, había siempre un instante, cuando se empezaba a rasguear las guitarras, en que sus instintos marítimos despertaban. Se ponía de pie, contoneándose --e1 aguardiente le daba aquel vacilante equilibrio de los hombres de mar­- y declaraba su condición de "viejo marinero". Viejo mari­nero sin barco y sin mar, desacreditado en tierra, pero no por su culpa. Porque él había nacido para el mar, para izar las velas y comandar el timón, para domar las olas en no­ches de temporal. Su destino había sido truncado, él que podría haber llegado a capitán de navío, con su uniforme azul y la pipa en la boca. Pero ni aun así dejaba de ser mari­nero; para eso había nacido de su madre Magdalena, nieta de comandante de barco.
Él, Quincas, era hombre de mar desde su bisabuelo, y si le entregaban aquel barco pesquero sería capaz de conducirlo mar adentro, no hacia Maragogi­pe o Cachoeria, allí cerquita, sino hacia las distantes costas de África, a pesar de no haber navegado jamás. Llevaba la navegación en la sangre y nada necesitaba aprender; había nacido sabiendo. Y si alguien, entre la distinguida concu­rrencia, tenía dudas, que lo dijese. Empinaba la botella, bebía a grandes sorbos. Los marineros no dudaban, bien podía ser verdad. En el muelle y en las playas los niños na­cían sabiendo las cosas del mar, no valía la pena buscar ex­plicaciones para tales misterios. Entonces Quincas Berro Dágua hacía su solemne juramento: reservaba al mar el ho­nor de recibir su hora póstuma, su momento final. No ha­brían de encerrarlo en siete palmos de tierra, eso sí que no. Exigiría, cuando llegase la hora, la libertad del mar, los via­jes que no hiciera en vida, las travesías más osadas, las ha­zañas sin precedentes.
Mestre Manuel, el más valiente de los pescadores, que no parecía tener nervios ni edad, sacu­día la cabeza en señal de aprobación. Los demás, a quienes la vida había enseñado a no dudar de nada, también asen­tían, mientras tomaban otro trago de aguardiente. Los ma­rineros tocaban las guitarras, cantaban la magia del mar, la seducción fatal de Janaína (Iemanjá) Y el "viejo marinero" cantaba más alto que nadie. "



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