Heq (fragmento)Jørn Riel
Heq (fragmento)

"Attunga había tomado la mujer de otro. Este hecho no era nada insólito y no hubo nadie en el campamento que protestara. El úni­co que tenía derecho a expresar descontento era Orulo, y era posi­ble que lo hiciera en el caso de que Attunga no quisiera devolverle su esposa. Si se enfadaba porque Attunga se había acostado con Sirnutaq, resultaría ridículo. Aquello ya había ocurrido y, por lo tan­to, no debía ser razón para una enemistad. Se esperaba con emo­ción el retorno del viejo invocador de espíritus.
Attunga no tenía intención de devolver a Simutaq. Declaró con palabras altisonantes que ella ahora había cambiado de proveedor y que en el lecho había expresado su satisfacción por ser la esposa de un hombre joven. Los dos hermanos de Attunga se pavoneaban por todo el campamento y contaban a todo el que quisiera escuchar, cosa que todo el mundo hacía con mucho interés, la excelencia de Attunga y cómo se hacía imposible estar en la tienda, por las risas que había entre los esposos.
Esta versión no concordaba demasiado con las impresiones reci­bidas al escuchar los ruidos de la casa. Nadie había escuchado la voz de Simutaq desde que la metieron en la tienda de Attunga, ni sus risas ni sus llantos. Lo que sí se había escuchado eran los ata­ques de ira de Attunga y los gritos de su primera esposa cada vez que le pegaba.
Simutaq no se resistía cuando Attunga la tomaba, pero tampo­co trataba de satisfacerle. Se quedaba inerte, sin voluntad, y de­jaba que las cosas sucedieran. Comía lo que la esposa le ponía de­lante y pensaba con preocupación en las pieles de eider que ya no podría preparar para Orulo. Durante los días que pasó en el lecho de Attunga, pudo observar su transformación. Al principio era arrogante y estaba seguro de sí mismo. Había hablado con desprecio sobre Orulo y sus dotes de invocador de espíritus y ha­bía anunciado su muerte. Pero luego su tío enfermó. Se acostó en el banco lateral y gritaba tanto de dolor que el deseo de Attunga se fue desvaneciendo y por último desapareció totalmente. Trató de invocar a sus espíritus protectores, pronunciando palabras má­gicas que su tío le había enseñado pero que ahora no le servían para nada. Esa enfermedad era desconocida y no había forma de frenarla. Durante cinco días el anciano sufrió terribles dolores, luego volvió la espalda hacia la piel de la entrada y se dispuso a morir. "



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