El blocao (fragmento)José Díaz Fernández
El blocao (fragmento)

"La recordaré siempre delante de mí, porque mi estu­por de entonces fue una especie de tinta china para estampar bien la imagen de Aixa en mi memoria. No llevaba velos. Un justillo de colores vivos, bordado en plata y oro, le cerraba el busto. Vestía también unos cal­zones anchos, como los holandeses, y se ceñía la cintu­ra con una faja de seda azul. Llevaba medias blancas y babuchas rosadas guarnecidas de plata. La llamé al recobrarme:
-¡Aixa!
Se llevó el dedo índice a los labios recién pintados, en ademán de silencio. Después se acercó a mí, lenta­mente, colocó sus manos de uñas rojas sobre mis hom­bros y estuvo contemplándome atentamente unos segundos. Y cuando yo quise prenderla con mis brazos tontos, mis brazos que aquel día no me sirvieron para nada, ella dio un brinco y se puso fuera de mi alcance. De un macizo de claveles, grande como un charco de sangre, arrancó uno, rojo, ancho y denso, y me lo arrojó como un niño arroja una golosina a un león enjaulado. Después huyó ligera y no la volví a ver. No sé cuánto tiempo estuve allí, al lado de la alta palma, extático, con el clavel en la mano como una herida palpitante.
En vano vigilé muchas tardes la huerta de Aixa y los ajimeces de su casa. En vano hablé a Haddú. No la volví a ver más.
Aquel suceso me desesperó tanto que pedí la incor­poración a mi Cuerpo, destacado en Beni Arós. Nuestro campamento era como un nido sobre un picacho. Me pasaba los días durmiendo y paseando por el recinto, y las noches de servicio en el parapeto. Un día se destacó una sección de mi compañía para asistir a la boda de un caíd. Me tocó ir. El espectáculo era animado y pintores­co. Asistían los montañeses armados, las jarkas, los regulares. La caballería mora era como un mar ondulan­te, donde cada caballo resultaba una ola inquieta. El aire estaba repleto de gritos y de pólvora. Las barbas blancas de los caídes formaban un zócalo lleno de gra­cia y de majestad sobre la masa oscura de los moros jóvenes alineados al fondo.
Entre el estruendo y la algarabía de la fiesta vi apa­recer a los nuevos esposos, a caballo. Los velos, las ajorcas y los collares de la mora refulgían espléndida­mente. Miré sus ojos. ¡Oh, Aixa! La novia era Aixa, la hija del Gran Visir. Aquellos ojos eran los mismos que me alucinaron una tarde en Tetuán y que yo llevaba como dos alhajas en el estuche de mi memoria. Ella no me vio. ¡Cómo me iba a ver! En la larga fila vestida de kaki, yo era el número dieciocho para doblar de cuatro en fondo. "



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