Mendel el de los libros (fragmento)Stefan Zweig
Mendel el de los libros (fragmento)

"Por eso, cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losa sepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevino una especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. En primer lugar, porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono… Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquel pequeño prendero de libros por completo anónimo más que cualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sin embargo, había sido capaz de olvidarle. Por supuesto, en los años de la guerra y entregado a la propia obra de una manera similar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesa vacía, sentí una especie de vergüenza frente a él, y al mismo tiempo una curiosidad renovada.
Porque, ¿adónde había ido a parar? ¿Qué había sido de él? Llamé al camarero y le pregunté. No, lo lamento, no conozco a ningún señor Mendel. Por el café no viene ningún señor con ese nombre. Pero tal vez el jefe de camareros sepa algo. De inmediato su prominente barriga se aproximó avanzando con torpeza. Vaciló, reflexionó un poco. No, tampoco él conocía a ningún señor Mendel. Aunque tal vez yo me estuviera refiriendo al señor Mandl: el señor Mandl de la mercería de la calle Floriani. Sentí un regusto amargo en los labios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas? Durante treinta años, tal vez cuarenta, una persona había respirado, leído, pensado, hablado, en aquella habitación de unos cuantos metros cuadrados, y bastaba con que pasaran tres o cuatro años, que viniera un nuevo faraón, y ya no se sabía nada de José. En el café Gluck ya no sabían nada de Jakob Mendel. ¡De Mendel el de los libros! Casi con rabia pregunté al jefe de camareros si no podría hablar con el señor Standhartner, si no quedaba alguien del viejo personal en la casa. Oh, el señor Standhartner; oh, Dios mío, hace tiempo que vendió el café. "



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