Los jinetes del alba (fragmento)Jesús Fernández Santos
Los jinetes del alba (fragmento)

"La capital no había sufrido como la villa los embates de aquella revolución frustrada que se llevó a Martín lejos del Arrabal. Allí ni siquiera se llegó a iniciar; se hallaba tal como la conoció de niña cuando las monjas la sacaban de paseo. El río corría como siempre manso, poco profundo, entre cortinas de álamos que parecían encerrarle en un verde canal camino del lejano horizonte. Los mismos tejados manchados de musgo y humedad formaban corro en torno de la catedral, unida al palacio episcopal por un puente de piedra como el que salvaba el río. Torres, cúpulas, patios aparecían como dormidos bajo el sol. Incluso se podía distinguir el convento transformado en aulas, cedido por un alma piadosa en el último instante de su vida. Más allá de las murallas, convertidas en prisión ahora, podía adivinarse el campo y la azul cadena de montañas que daba paso al mar a través de la recién construida carretera. El centro de la ciudad, según se acercaba Navidad, bullía como en sus días mejores. Al menos, tal le parecía a Marian. Un aluvión de tiendas se abría en el paseo nuevo. Multitud de escaparates ofrecían vestidos y zapatos junto a sombreros y corsés que recordaban a las mujeres de las Caldas. La diferencia estaba en que todo allí se mostraba nuevo, lucido, recién salido del taller o de la fábrica, no viejo ni sobado, deformado, cansado de tanto ceñir carne blanda, vientres y pechos lacios. La gente joven paseaba dejando tras de sí furtivas miradas consumidas en suspiros hondos. A veces algún afortunado era admitido como acompañante, sobre todo si resultaba conocido por alguna de las orgullosas muchachas. Entonces todo cambiaba; le permitían caminar a su lado, ufano, servicial, quizás bastante más de lo que merecían sus favorecedoras.
Mas no todo era cortejar, ir de paseo o mirar escaparates; otros menos ociosos se afanaban tras hileras de nuevos mostradores. Todo allí se vendía; escopetas, relojes; se cambiaba dinero por dinero, tierras por tierras; se compraban fincas o carbón de piedra con el que alimentar recién instaladas calefacciones. Marian, en tanto el coche se abría paso en la calzada, se preguntaba cuántos de aquellos que tomaban café tras los cristales o se inclinaban sobre los pupitres de oscuras oficinas habrían curado alguna vez sus achaques en las Caldas. Siempre resultaron baratas incluso como simple lugar de reposo. "



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