Casa sin amo (fragmento)Heinrich Böll
Casa sin amo (fragmento)

"Martin no comprendía. Tomaba otra rebanada de pan para mojarla en la salsa y en sus ojos azules y brillantes asomaba una tal expresión de ferocidad que el muchacho se asustaba. Y entonces comprendía por qué tenía miedo cuando la abuela empezaba a describir cómo se mataban los conejos en su casa; oía crujir los huesos de los pobres animalillos, veía enturbiarse sus ojos, fluir la sangre y la vieja le explicaba con todo detalle cómo se peleaban por pillar las tripas: roja mezcla de pulmones, hígado y corazón, que sus hermanos mayores y hambrientos nunca dejaban llegar hasta ella, la más joven; todavía hoy, al cabo de cincuenta años, la abuela lloraba de rabia contra su hermano Matthias que siempre sabía arreglárselas para quedarse con el corazón de los conejos; todavía ahora, cuando hacía ya veinte años que descansaba en el cementerio de su pueblo, le llamaba cochino indecente. Martin oía el cacareo estúpido de las gallinas en desbandada, corriendo por el corral cuando el padre de la abuela entraba allí hacha en mano: escuálida volatería sólo buena para la sopa, como decía ella. En tono lastimero, la abuela explicaba cómo iba a mendigar una fuente de sangre a las casas de los campesinos que habían hecho la matanza del cerdo, y luego volvía a casa llevando en el lebrillo de fregar aquella especie de jugo de chorizos grasiento y grumoso. Cuando el relato llegaba a este punto, el postre ya no podía tardar, como tampoco tardaría en llegar el momento en que Martin no podría reprimir más su vómito, porque, como último plato, la abuela devoraba un filete de cabrito, jugoso y tierno, partiéndolo y machacándolo mientras hacía el elogio de su excelencia; pero a Martin aquella carne sangrienta le hacía pensar en niños asesinados y cortados a trozos y, por mucho que intentase distraerse pensando en que pronto llegarían el helado, el café y los pasteles, sabía perfectamente que tendría que vomitar y que no podría comer nada más. Entonces venían a la memoria todos los manjares que había habido sobre la mesa: el gulasch, graso y ardiente, las ensaladas, el asado y las sospechosas salsas, y observaba con horror el plato de la abuela donde se acumulaba aquella mezcla de grasa y sangre, sangre con lunas de grasa. Durante toda la comida, en el cenicero que había junto al plato de la abuela, había estado ardiendo un cigarrillo: la abuela, entre bocado y bocado le daba de vez en cuando una chupada mientras echaba a su alrededor una mirada de triunfo. "


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