El viaje (fragmento)Ida Fink
El viaje (fragmento)

"Corríamos por la ciudad aún oscura sabiendo sólo que la estación se hallaba en el centro… A causa del aturdimiento provocado por el encuentro con Schmidt y sus palabras, nada quedaba en la memoria de la primera carrera. No veíamos a las otras mujeres corriendo, no oíamos sus pasos.
En cambio, la vía del tren, que atravesaba inesperadamente la calzada, es ya una fotografía normal, nítida: la calzada es, en este punto, estrecha, atravesándola oblicuamente una franja de vías que se introducen entre los altos muros del túnel; el túnel gira hacia la derecha abierto, desprovisto de bóveda. Sin decir palabra, corremos unánimemente siguiendo la vía y, a partir de entonces, a pesar de la oscuridad, todo está claro. Corremos protegidas por el muro, tropezamos con las vías, la gravilla cede rechinando bajo los pies. Nuestras respiraciones, ruidosas, jadeantes. Una lucecilla delante de nosotras, el alarido interrogador «bist du es Joseph», repetido una y otra vez, mientras nosotras, encogidas en la sombra rugosa del muro, incrustadas en él por el miedo frío y pegajoso.
Largo rato con la lucecilla suspendida, inmóvil; después, de nuevo la hermética oscuridad. No sé cuánto ha durado esta carrera.
De repente, el túnel se ilumina: se sitúa en su extremo la plaza de la estación sumida en la luz grisácea del incipiente amanecer. Mirábamos desde el escondite: una columna de muchachas marchaba en dirección a la estación. Por sus pañuelos grises y la manera de atarlos, muy apretados en la cabeza, reconocimos en ellas a las rusas. Podían ser las de nuestra fábrica, ya que se decía que pronto iban a ser trasladadas a otra ciudad, pero también podían ser perfectamente rusas de otro campo. En esta ciudad había más campos que fábricas.
La columna de muchachas ha rodeado el edificio de la estación y ha desaparecido de nuestra vista. Poco después llegó un coche particular del cual se apeó, en compañía de un militar, una mujer con un abrigo de pieles claro. Nos aguijoneó el miedo de que vinieran a por nosotras, de que nos esperasen, die werden uns ja nicht weglaufen…
El reloj situado a la entrada marca las seis cuarenta… es la hora… En silencio, hacemos turbantes con nuestras bufandas (las alemanas de la fábrica las llevaban y nosotras teníamos, dentro de lo posible, que parecernos a ellas, imitar su aspecto limpio y cuidado: cada cabello, cada botón, en su sitio y un rictus tranquilo, algo vacío, en la cara.)
Arden las mejillas de Marysia, las mías queman como el fuego, las de Elzbieta están pálidas, sin gota de sangre.
Nadie nos espera. La pequeña sala de la estación está llena de gente que va a trabajar en el tren de las siete. Las cabezas planas de los hombres nos hacen recordar inmediatamente a Ghandi y al croar de su voz, ihr haut uns nicht ab…
Algunas personas nos escrutan con una mirada que parece decir «a ti no te había visto por aquí». Busqué a la mujer con abrigo de piel y al militar: estaban en el hueco de la ventana envueltos en volutas de humo de tabaco y se miraban a los ojos. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com