Dos ciudades (fragmento)Adam Zagajewski
Dos ciudades (fragmento)

"Hay de todo por doquier. En la llama de una cerilla se ríen los relámpagos estivales. Un grano de arena es una montaña gigantesca. Un chubasco es una amenaza de diluvio y una hoja de arce que gira sobre la superficie de un estanque está dispuesta a convertirse en cualquier momento en el Arca de Noé. La luna se pone una camisa limpia cada noche. Todos los años nos deja pasmados la perfección del canto de la oropéndola. ¡Si supiéramos estar a la altura de su exquisitez, no quedarnos atrás, no decepcionarla, no rebajarla! Ay, yo sabía que aquello era imposible. Es imposible convertirse en una oropéndola, en una hoja de arce, en una semilla de amapola, en una roca de granito ni en una rama de lilo.
Sin embargo, casi a despecho de mí mismo, intuía que bastaba con desear esa transformación con fervor, definitiva e ingenuamente, para cruzar la frontera como si tal cosa y hallarse al lado de los entes perfectos, al lado de un pequeño gorrión que salta sobre el pretil de un puente de piedra o de un lagarto, un renglón viviente que se funde en un recoveco de una escalera de hormigón.
Y sabía que este deseo me había abandonado. Todavía lo recordaba; quien lo ha sentido alguna vez es incapaz de repudiarlo, aunque no acuse desde hace mucho sus propiedades mágicas. La mera tentativa de pensar en ello era difícil y casi causaba dolor. Escocía como las ortigas de la infancia. Las frambuesas gordas y dulces parecían telegramas suculentos que traían noticias sobre el estado del mundo. En el bosque, había días en que aquello era lo único que contaba. Las guerras fenicias habían quedado sepultadas en el olvido de una vez para siempre, Napoleón nunca había nacido. La muchacha que había venido tarde de veraneo, a mediados de agosto, ya estaba morena; tenía los ojos verdes y se reía en voz baja pero a conciencia, es decir, la risa se propagaba por todo su cuerpo como un incendio. Yo tuve que marcharme antes; mi madre había contraído una enfermedad peligrosa. Después estudié en la universidad, conseguí el puesto de profesor asistente —mi biografía es harto conocida, huelga repetir hechos evidentes— y acabé en aquella barraca de techumbre baja. Pero sólo unos pocos saben que allí, en el campo de concentración, volvieron las propiedades mágicas. Allí me hice un gran hechicero. Era capaz de reconstruir la totalidad a partir de una golondrina, ¡aún más!, a partir de una hojita de un abedul esmirriado. Naturalmente, había meses de absoluta desesperación, de enfermedades, de vacío, de olvido. Pero ni siquiera entonces perdí la capacidad de conservar aquel don.
Lo arrebujaba en mi desesperación como envolvemos en un pañuelo una bonita piedrecilla que encontramos en la playa, y esperaba, esperaba con paciencia el retorno de mis poderes mágicos. No me rendí ni siquiera en otoño, ni siquiera en diciembre, cuando el sol casi no se veía. Sabía esperar. "



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