La calle de la aventura (fragmento)Philip Gibbs
La calle de la aventura (fragmento)

"En aquella casa, Katherine era María, y Margaret, Marta, y los ojos de Luttrell iban de una en otra, leyendo el carácter de aquellas dos mujeres que le habían permitido penetrar en el círculo de sus vidas. Una o dos veces, al pasar Margaret, Katherine le acarició la mano, y otra, cuando la mayor de las dos se detuvo un momento junto a ella, Katherine le pasó el brazo por la cintura y arrimó su cabeza oscura contra los suaves pliegues del negro vestido de seda de Margaret. La Madre Hubbard, como la llamaban, se inclinó para besar los cabellos de Katherine, y Luttrell se sintió extrañamente conmovido con aquel sencillo mensaje. Ya había podido apreciar cómo se iluminaba el rostro de Madre Hubbard con una especie de misterioso amor cuando miraba a la muchacha. Le agradaba que Katherine viviese con Madre Hubbard. Bajo la tutela de aquella mujer de mirada firme y rostro entre feo y bonito, había una protección, una seguridad y un santuario para un corazón inquieto.
Katherine le intranquilizaba, hacía latir su pulso apresuradamente, y hasta casi desear no haber venido a esta reunión. Al pensar en aquella batalla con Pinger, el artista, se sentía desasosegado. El individuo aquel la había tratado con rudeza, como si fuese una hermana revoltosa. No comprendía aquella fugaz escena, en la que Codrington la cogió de las muñecas sonriendo de esa forma peculiar suya hasta que logró enfadarla, enfadarla de veras, poniendo chispas en sus ojos, y luego, al parecer, atemorizarla. No le agradaba verla ahora con el brazo sobre la rodilla de Grattan, como si se tratase de su hermano mayor. Y, sin embargo, no había descoco en sus modales, ni la menor muestra de grosería. Tenía la pureza, la inocencia y la despreocupación de una muchacha de quince años que lleva aún sus trajecitos cortos, que no se avergüenza de sus largas piernas ni de sus medias negras, y no le da importancia a las actitudes. Sin embargo no parecía una muchacha en la cambiante variedad de su talante, que turbaba su espíritu como las aguas de un arroyo agitado por las luces y las sombras de un cielo barrido por el viento. Tan pronto estaba alegre y llena de un reidor regocijo como pensativa, desdeñosa, repleta de una suave ternura, o soñadora, o excitada, o mimosa, según que la conversación girase en torno a diferentes temas o quedase interrumpida por breves silencios.
Luttrell escuchaba aquella conversación sin tomar parte en ella. Edmund Grattan, el irlandés, llevaba la voz cantante. Relataba historias de extrañas aventuras que le acaecieron durante sus últimos meses en Turquía, Persia y los Balcanes, donde parecía haber sido espectador de agitados movimientos, rebeliones y reformas. Hablaba animadamente, con un suave humor y un fondo de entusiasmo por el espíritu de libertad. Habló de intrigas palaciegas, de pasiones de las muchedumbres y de pasiones de otra especie en las que los orientales se abrasan dentro del ardiente fuego del amor. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com