La vida de Kostas Venetis (fragmento)Octavian Soviany
La vida de Kostas Venetis (fragmento)

"El domador era un hombre mayor, demasiado flaco, y debajo de su turbante blanco destellaban unos ojos como ascuas. Sujetaba entre sus finos labios una flauta que soltaba una quejumbrosa melodía. Tres negruzcas víboras, gruesas como su brazo, se erigían hasta la mitad de su altura en la cesta de junco, contoneando su alargado cuerpo al ritmo del canto de la flauta.
No temía a las serpientes. En las pedregosas colinas que rodeaban mi pueblo había bastantes víboras. Las vi algunas veces dormitando, aturdidas por el calor, debajo de las piedras quemadas por el sol, y nunca me hicieron daño. Incluso me había atrevido alguna vez a cogerlas del cuello, lo que asustaba a mi padre, que consideraba que la serpiente es un animal maldito, castigado por Dios a ser aplastado con el talón. Y no olvidaré nunca, Alemana, que con el corazón en vilo había metido una víbora en la cama de Vanghelis. Ahora miraba con ojos desencajados las víboras del domador, que se quedaron tiesas en el aire, formando quizás extrañas palabras con sus cuerpos.
Moviéndome como un lunático, me acerqué a la cesta del viejo. Y sin percatarme de lo que hacía, empecé a acariciar con suavidad el lomo marrón de una de las serpientes. Algunos gritos se desataron desde el montón de curiosos. La serpiente brincó de repente hacia arriba, me rodeó el cuello y su cuerpo se enroscó unas cuantas veces en mi pecho. La opresión era cada vez más fuerte y sentía que perdía el aliento. Los aullidos de la muchedumbre se apagaban en mis oídos y un principio de mareo me llenó los ojos de telarañas.
Recobré el conocimiento cuando la mano del domador me acarició lentamente la cabeza y le escuché susurrando, como en un sueño, que era un chico valiente. Después de haber amontonado en una pesada bandeja de cobre la modesta calderilla, Abdulah, así se llamaba el encantador de serpientes, me llevó a un café cercano y comenzó a hacerme preguntas. Le dije que era huérfano, un hijo de griegos perdido por los cenagales de Estambul. Que había sido engatusado con diabólicas artimañas en una casa de lujuria de donde acababa de escaparme y que ahora mi vivienda eran la calle y el campo.
El viejo me escuchaba chupando detenidamente su narguile. Le sorprendí mirando de reojo mis manos con aspecto de no haber dado un palo al agua, con dedos gordos, que hasta el día anterior habían llevado los anillos de Yussuf. No parecía muy convencido de mis invenciones, pero me dejó deshilvanar hasta el final la madeja de mis mentiras, luego meditó un largo rato y por último me preguntó si aceptaba ser su aprendiz. Un imperceptible silbido subía de la cesta que el viejo tenía entre las piernas desnudas. "



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