Dos cartas (fragmento), de El abismoLeonid Andreiev
Dos cartas (fragmento), de El abismo

"El día llegaba a su fin y los dos seguían caminando, seguían hablando y no repararon ni en la hora ni en el camino. Delante, sobre una colina suave, oscurecía un bosque pequeño y a través de las ramas de los árboles ardía el sol como carbón calentado al rojo, encendía el aire y reducía todo a polvo de fuego dorado. Tan cerca y tan vivo estaba el sol que todo alrededor parecía haber desaparecido y sólo haber quedado él, coloreaba el camino y lo allanaba. Los ojos les empezaron a doler a los caminantes, se dieron la vuelta y al instante ante ellos todo se extinguió, se volvió tranquilo y claro, pequeño y preciso. En algún lugar a lo lejos, a una versta o más, el ocaso rojo arrebataba el tronco alto de un pino y éste brillaba entre el verde, como una vela en una habitación oscura; una capa púrpura cubría el camino adelante, donde ahora cada piedra proyectaba una sombra larga y negra, y una aureola roja dorada resplandecía en el cabello de la muchacha, atravesado por los rayos del sol. Un pelo fino y ondulado se había separado de los demás y se enroscaba y oscilaba en el aire, como un hilo dorado.
Y el que delante hubiera oscurecido no interrumpió ni alteró su conversación. Igual de clara, cordial y serena fluía en un torrente tranquilo y seguía siendo sólo sobre una cosa: la fuerza, la belleza y la inmortalidad del amor. Ambos eran muy jóvenes: la muchacha tenía apenas diecisiete años, Nemovetski era cuatro años mayor, y los dos iban vestidos con uniforme de escolar: ella el vestido marrón sobrio de las alumnas de gimnasia; él, el bonito uniforme de los estudiantes de ingeniería. Y al igual que sus palabras, todo en ellos era joven, bonito y puro: las figuras esbeltas, ágiles, como atravesadas por el aire y cercanas a él, el paso suave y leve, las voces frescas, que incluso en sus palabras sencillas sonaban a delicadeza meditabunda, igual que resuena un arroyo en una noche tranquila de primavera cuando la nieve aún no ha terminado de desaparecer de los campos sombríos.
Andaban, torcían allí donde torcía el camino desconocido y dos sombras largas que iban adelgazando poco a poco, grotescas desde sus cabezas pequeñas, bien se movían hacia delante por separado, bien se juntaban de perfil en una única banda estrecha y larga, como la sombra de un álamo. Pero no veían las sombras y hablaban y, mientras hablaban, él no quitaba los ojos de su cara bonita, en la que el ocaso rosado parecía haber dejado una parte de sus tiernos colores, y ella miraba hacia abajo, al sendero, apartando con una sombrillita las piedras pequeñas y observaba como de debajo del vestido oscuro regularmente sobresalía ya uno, ya otro extremo puntiagudo de una bota pequeña. "



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