En la piel del otro (fragmento)Maria Barbal
En la piel del otro (fragmento)

"Las imágenes de lo que acababa de vivir le daban vueltas en la cabeza. La cara de los refugiados, amigos del señor Ferrer o de Daniel Ximenis, el acento francés del catalán que hablaban con los ojos empañados cuando daban rienda suelta a algún reproche rabioso contra la guerra, los gendarmes o los guardianes senegaleses. A menudo se les escapaban lágrimas entre las palabras o en las pausas silenciosas. Con estos recuerdos, todavía en la cama de la habitación que daba al patio, en la casita que habitaban los Ferrer, Ramona asimilaba el silencio que la rodeaba a la gran tristeza del exilio.
No encontraron información alguna sobre Rossend, cuyo rostro empezaba a desdibujarse en su memoria. ¿La gran alegría del hijo estaba destinada exclusivamente a ella? Sacó en conclusión que su caso participaba de la injusticia universal como tantos otros. ¿Por qué tenía que llorar más que cualquiera de las personas que habían perdido a sus padres o hermanos, a un hijo, al marido, la fortuna, todo? ¿Más que quienes ni siquiera ahora podían volver a su país con total seguridad? Familias enteras que, tanto si lo sabían como si no, serían para siempre forasteras en su tierra de origen.
Volvían con insistencia los pensamientos que Daniel y el señor Ferrer habían desgranado en esos días, hablando en la calma privada del coche por las largas carreteras francesas, o a la hora de cenar, solos los tres. Hicieron muchas gestiones en su nombre para encontrar pistas de Rossend. La gratitud que sentía hacia ellos, hacia todos los que sufrían por causa de las guerras y sus males, le daba mayor fuerza: de ahí surgiría la lucha que tenía que resarcirles, estaba segura.
Al final, el dolor por la ausencia de su amor no le parecía gran cosa, en comparación con el de esas personas cuyos nombres conocía ahora. Aprendió que la lenta dictadura en España había distanciado de su tierra a la mayoría de los refugiados políticos: con el tiempo, los había moldeado otra cultura más libre que la franquista y, sobre todo, se habían hecho mayores. Algunos todavía soñaban con volver para siempre, pero, en opinión de sus sabios compañeros de viaje, pocos lo conseguirían.
Recordaba también el ambiente de camaradería que tanta falta le había hecho en sus años tiernos y que apenas compensaba el amor distraído de su padre. A todos hechizó la muchacha morena de mirada obsesiva que les escuchaba sin cansarse. Al principio, algunos la confundieron con Mireia, pero ni el señor Ferrer ni ella se esforzaron mucho en aclarar que no eran padre e hija. Ahora, en Barcelona, la realidad se imponía de nuevo. Ramona tenía trabajo en una asociación que acababa de cobrar un sentido nuevo para ella, un sentido extraordinario, y quería completar los estudios profesionales de Administración. Lo más destacado del panorama de vida que se le presentaba ahora era que esperaba un hijo sin padre, cosa que no estaba dispuesta a consentir de ninguna manera. Con esa idea en la cabeza, apartó la ropa de cama y se levantó. "



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