La viña estéril (fragmento)Abelardo Arias
La viña estéril (fragmento)

"Si al cumplir la mayoría de edad resistió la tentación de regresar y tuvo fuerza de carácter para terminar su carrera, con mayor razón se sobrepondría ahora. Había mostrado a su padre de lo que era capaz. Como un regusto le afloró el resquemor brotado a los quince años. Al morir su madre, Rafael le gritó: «¿Hasta cuándo vas a llorar como una mujercita?». Lo miró atarantado; el perfume ya ácido del ramo de violetas, que Tiburcia había colocado a los pies del cajón fúnebre que los separaba, le producía escozor en la nariz. Quedaron así hasta que entró abuela. Corrió a la huerta. Uno tras otro, como si le negaran apoyo, fue abrazándose a los troncos de los árboles más cercanos. Al amanecer, cuando todos lo imaginaban en el dormitorio, volvió junto al cajón de su madre. Creyó haber aprendido a quedarse solo; llegó Alberto en vacaciones, se aferró a él, un árbol más.
Se detuvo. Atraído por una especie de centro magnético había dejado atrás el olivar, caminaba por el peladal calcinado que marcaba la cresta de la barranca del río. A un centenar de metros, los sauces añosos, los carolinos, el alto cerco de tamarindos y el techo aguzado del chalet viejo de los Arenberg.
Miró casi con rabia y angustia. Cada árbol, cada color, cada perfume estaba definitivamente sellado por Diana. Incontables lugares de Europa le habían quedado marcados de semejante manera. Las palabras, la risa burlona de Rafael en el almuerzo: «Según afirman, Diana ha traído de Burdeos unos barbechos de uva blanca. Debe ser lo único decente que hizo en su viaje descocado». Abuela lo interrumpió con seca mirada; al esquivarla, Rafael lo sorprendió cuando abría la mano y soltaba el cuchillo sobre el mantel. En esa mirada rencorosa de su padre descubrió algo más; por primera vez la resistió hasta obligarlo a desviarla. Silencio incómodo. Cosas calladas por mutuo acuerdo sin palabras, por respeto a una ley de clan que sostenía andamiajes secretos. Sonaron las campanas del reloj de pie, las dos de la tarde. Las miradas se volvieron hacia la esfera blanca y dorada. Más de cien años marcando el tiempo de la familia, lo bueno y lo malo señalado por sus manecillas negras. Cien años, nimiedad en Europa; hasta el más humilde campesino sabía más años de su familia.
El calor le resecaba la boca. En el terraplén del puente, carolinos y sauces guardaban bolsas de aire fresco. El cerco de tamarindos mostraba un buraco que los muchachos usarían para robar fruta; se sintió obligado a entrar por él. Le chicotearon los nervios al divisar el Jaguar de su prima, ya no pudo retroceder.
Las botas resonaron desafiantes en las tres gradas y en las baldosas de la angosta galería. Golpeo la puerta entornada y, sin esperar, entró. Los ojos se le acostumbraron a la penumbra, volvió a llamar en vano.
Le costó reconocer el vestíbulo transformado en cómoda sala de estar. Sobre un combinado de televisión, radio y tocadiscos, varios álbumes; nombres en grandes letras doradas: Honegger, Vivaldi, Dalla Piccola. Estanterías repletas de libros ocupaban las dos paredes principales; de la madera de pino blanco, con grandes nudos oscuros, se desprendía un perfume penetrante que incitaba a aspirarlo. "



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