El marqués de Bolibar (fragmento)Leo Perutz
El marqués de Bolibar (fragmento)

"Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodía con un troncho de col, haciéndolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maíz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.
Al llegar a la esquina del callejón nos cerró el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriéndola de maldiciones, ora colmándola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un puñado de hojas secas de maíz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanás; en fin, hacía todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacía tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.
De improviso Donop lanzó una exclamación de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.
En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viéndola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me pareció por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Françoise-Marie, enfadada porque ya hacía tanto tiempo —¡ay!, más de un año— que yo no iba a verla.
—Ahora se va a su casa —dijo Eglofstein—, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los días.
Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.
Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quizá comprar algún arcángel o apóstol, dar un impulso a nuestros propósitos con la Monjita. "



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