La hierba amarga (fragmento)Marga Minco
La hierba amarga (fragmento)

"Quería visitar a mis padres. Nos habían escrito diciendo que habían tenido suerte. Vivían en una habitación de la Sarphatistraat, en una casa grande con jardín. «Ya hemos coincidido con diferentes conocidos», escribía mi padre. «Todos vivimos en el mismo barrio». Aunque de sus cartas podía deducirse que no estaban mal instalados, intuí que estarían más a gusto si uno de sus hijos estuviera con ellos. Sobre todo, ahora que se les notaba tan preocupados por Bettie, de quien no habían vuelto a tener noticias.
Saldría tan pronto como anocheciera. Estaba nerviosa como un niño que va de viaje por primera vez. No porque fuera a ver a mis padres dentro de poco, sino porque por un momento podría fingir que todo era normal. De camino a la estación, sin embargo, pensaba que habría un agente controlando en cada esquina. Y en el vestíbulo de la estación, escasamente iluminado, creía que me miraba todo el mundo. En el tren me agazapé en un rincón junto a una mujer que arrullaba a un niño en su regazo. Un hombre sentado enfrente de mí fumaba en pipa y miraba por la ventanilla. No podía verse nada. Recorrimos un paisaje oscuro y se me olvidó el miedo que tenía. Empecé a sentirme bien. No podía dejar de canturrear al monótono ritmo de las ruedas. Recordaba cómo Bettie y yo, cuando éramos pequeñas, pasábamos a menudo las vacaciones en Ámsterdam. Entonces jugábamos a ver quién podía inventarse las frases más bonitas siguiendo el ritmo de las ruedas. «¡A-Ám-sterdam-y-Ró-ter-dam-con-bo-ca-di-llos-y-un-buen-pas-tel!», retumbaban a veces nuestras voces un kilómetro tras otro.
Ámsterdam estaba húmeda y oscura. Había bastante gente en la calle. Se desplazaban por la amplia acera del Damrak como si fueran sombras. Nadie me miraba. En la Sarphatistraat tuve dificultades para encontrar la casa. Bajo los árboles, la oscuridad era casi absoluta. Había que subir las escaleras de los soportales para intentar distinguir los números de las casas. Por fin la encontré. Estaba bastante al final de la calle. Con el tirador del timbre ya en la mano, me di cuenta de que no podía llamar así, sin más. Todos los residentes de la casa se asustarían. Primero estuve silbando durante un rato, pero nadie pareció oírlo. No quedaba más remedio que llamar. Lo hice con cautela y tres veces seguidas. Tan pronto como oí que alguien se acercaba por el pasillo, grité mi nombre por la abertura del buzón.
[...]
Una semana después de que se instalaran mis padres, la familia a quien pertenecía el inmueble desapareció de repente. Mis padres se pasaron toda esa mañana esperándoles en vano, sentados a la mesa con el desayuno preparado. Primero pensaron que se habrían quedado dormidos, pero al no aparecer nadie, no tuvieron más remedio que aceptar que la familia había tomado la decisión más sensata, abandonar la alborotada ciudad. Mis padres acordaron con la otra familia, que residía también desde hacía poco en la planta de arriba, que se quedarían con toda la planta de abajo. Cuando yo llegué, mi madre ya se había establecido a sus anchas, decorando las habitaciones a su manera, así que pude reencontrarme con algo de la atmósfera de nuestro hogar en Breda. Sin embargo, seguía siendo una típica casa de Ámsterdam con sus estrechos pasillos, escaleras oscuras y puertas pintadas de marrón. Una empinada escalera de caracol llevaba a un sótano repleto de muebles, pantallas de lámpara, bobinas de seda y cajas llenas de cuentas y cordones. "



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